No hay motivo para festejar. La pandemia nos ha expuesto a todos a niveles de riesgo y de dolor tan altos, que hablar de los avances de las mujeres, puede resultar impertinente cuando nuestra humanidad en pleno está viendo cómo afrontar las secuelas de un nefasto virus que incluso se dio el lujo de mutar; cómo vivir la vida en prevención continua; cómo reactivarse económicamente, cómo desarrollar nuevas reglas de convivencia social y familiar, y un largo etcétera.
En tiempos en los que el mundo se alista a enfrentar –espero– la etapa resolutiva de la pandemia, con vacunaciones en todo el planeta que nos permita retomar el contacto de los unos y los otros, creo que este nuevo aniversario, nos debe llevar a reflexionar cómo la pandemia ha afectado particularmente a las mujeres y que se tiene o se puede hacer al respecto.
Las cifras son preocupantes: según un informe del programa ONU Mujeres, al 2021 alrededor de 435 millones de mujeres y niñas en el mundo vivirán con menos de US$1,90 al día, considerando que 47 millones han caído en situación de pobreza como consecuencia del COVID-19.
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Los reportes mundiales sobre violencia contra la mujer estiman que 243 millones de mujeres y niñas entre 15 a 49 años han sufrido violencia física o sexual por una persona cercana, durante el último año. La violencia contra la mujer se ha incrementado sustancialmente, en la medida que muchas han tenido que convivir con sus agresores durante la pandemia prolongándose la violencia sin que sea interrumpida, generándose una percepción de seguridad e impunidad del agresor.
Cabe destacar que el riesgo es dos veces mayor en el caso de mujeres que sufren alguna discapacidad. En el Perú, solo en el 2020 los Equipos Itinerantes de Urgencia (EIU) del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) atendieron 18.439 casos. De estos, 8.418 eran por violencia física.
Los sectores económicos que más se han visto afectados por la pandemia son aquellos desarrollados mayoritariamente por mujeres (alimentación, servicio del hogar y comercio menor e informal). Se estima que son 740 millones de mujeres que trabajan en la economía informal en el mundo, de las cuales el 60% perdieron sus ingresos por el COVID-19. Los hogares monoparentales conducidos por mujeres han sido especialmente afectados. La mayor precariedad laboral de las mujeres se explica por los roles de género y la responsabilidades del cuidado que asumen en mayor medida.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) estima una caída en el empleo de las mujeres del 22,2% en el 2020, lo que implica 12,6% de variación interanual. El trabajo de las mujeres está en un 19% más de riesgo que en el caso de los hombres, siendo que el 70% de personal de salud y cuidado son mujeres, quienes están expuestas a tres veces más el nivel de infección por encontrarse en la primera línea de atención.
Según la OIT, las mujeres tienen a su cargo el 76,2% de todas las horas del trabajo de cuidado no remunerado (más del triple que los hombres) y son quienes tienen el doble o triple jornada de trabajo, situación que se ha agravado con la pandemia, en especial con aquellas que tienen familia con hijos en etapa preescolar o que no pueden asumir de manera independiente la educación a distancia.
Las mujeres se han visto sustancialmente más afectadas por el trabajo remoto, en la medida que tienen que abordar el trabajo doméstico y no remunerado con el trabajo remunerado.
La Cepal compartió hace poco el informe “La autonomía económica de las mujeres en la recuperación sostenible y con igualdad”, el cual acompaña un cuadro que expresa las múltiples crisis que ha generado el COVID-19 en los ámbitos económicos y sociales y que se constituyen en “nudos estructurales” de la desigualdad de género en América Latina y el Caribe. Cabe destacar que son los factores estructurales y culturales los que generan las mayores brechas contra las mujeres en todo orden de cosas, desde lo económico, social y, por supuesto, laboral.
Ante esta situación, existen múltiples recomendaciones. La Cepal plantea que las políticas de reactivación deben incorporar criterios de género en la selección estratégica de los sectores involucrados, así como los mecanismos y herramientas fiscales que sirvan de incentivo para el reinicio de actividades económicas. Habla de celebrar un “pacto fiscal y de género” para evitar que se profundicen los problemas de acceso al financiamiento por parte de las mujeres, el cual previo a la pandemia era uno de los motivos por el que los emprendimientos de las mujeres fueran tan poco sostenibles en el tiempo. Y, por supuesto, pide dinamizar las “políticas de cuidado” en la región, que impulse las responsabilidades familiares compartidas que han podido ser puestas en práctica durante la pandemia, evitando que como en el pasado la carga de los cuidados prevalezca en las mujeres.
Se requiere un liderazgo colaborativo y con consciencia de género que contribuya a abordar las soluciones a la crisis presentada contra las mujeres y el mundo. En esa línea, la Comisión Interamericana de las Mujeres (CIM), creada por la Organización de Estados Americanos en 1928, señala que es indispensable la participación igualitaria de las mujeres en la toma de decisiones para ofrecer respuestas a las crisis efectivas y apropiadas. Y esta reflexión me recuerda cómo el mundo reconoció a diversas mujeres por la forma como gestionaron con eficiencia la crisis de la pandemia.
Recordemos los casos de Tsai Ing-wen, presidenta de Taiwán, que utilizó la tecnología y ‘big data’ para controlar la expansión del virus; Angela Merkel, jefa de Estado de Alemania, país con el mayor número de plazas en UCI y un plan generalizado de pruebas de diagnóstico que permite identificar de manera temprana a la población con riesgo; Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, quien activó protocolos para pruebas generalizadas, manteniendo un discurso cercano y realista con su población; Sanna Marin, primera ministra de Finlandia y una de las presidentas más jóvenes del mundo con 34 años de edad, quien en la crisis tuvo un 85% de popularidad y quien decidió reclutar a influencers de todas las edades que contribuyeron a enviar mensajes de concienciación sobre cómo evitar propagar el virus; y Katrin Jakobsdottir, primera ministra de Islandia, quien realizó pruebas gratuitas a todos los ciudadanos, sobre todo ante la sospecha de los cuadros de asintomáticos.
También están Mette Frederiksen, primera ministra de Dinamarca, quien cerró fronteras muy rápido, mucho antes que los países vecinos, concientizando a la población infantil; y finalmente Erna Solberg, primera ministra de Noruega, quien también se anticipó con las medidas estrictas de distanciamiento social. Ellas son ejemplos que nos demuestran que el viejo paradigma que hace prevalecer el liderazgo de los hombres frente a las mujeres está errado.
Desde mi perspectiva, los problemas de brechas contra las mujeres y las cifras que inicialmente mostré, que evidencian como la situación se ha agravado, tienen su sustrato en la prevalencia de una cultura paternalista, que aún valora el rol activo del hombre en la economía, liderazgo y progreso de la humanidad, frente al rol de las mujeres, que es especialmente valorado en torno a la familia y los hijos.
En el Perú, nuestra Política Nacional de Igualdad de Género lo sintetiza en el término “discriminación estructural contra las mujeres”; y si bien se van dando pasos hacia el reconocimiento del aporte de las mujeres y su influencia positiva en la gestión y dirección, las brechas aún están acentuadas en la medida que se sube en la pirámide de poder y ejercicio de toma de decisiones.
En Women CEO Perú quisimos conocer cómo el COVID-19 afectaba a las mujeres en posiciones de gerencia y alta dirección, y para ello recurrimos a cinco importantes firmas de consultoría organizacional. Confirmamos que si bien existen avances sustanciales a niveles de gerencias medias y gerencias vinculadas a profesiones más “femeninas” (recursos humanos, administración, responsabilidad social, etc), aquellas de especialidad relacionada con habilidades STEM, así como especialidades más masculinizadas (ingenierías, operaciones, sistemas), todavía tienen una mayoritaria presencia de hombres frente a mujeres.
Organizaciones como la nuestra y otras más vamos generando incidencia social y empresarial. Aunque a partir de nuestra experiencia, sabemos que es muy importante contar con más mujeres en posiciones de decisión porque es ahí donde se dan los verdaderos cambios hacia una cultura que valore la diversidad de género y la igualdad de oportunidades. Para ello, necesitamos a mujeres líderes que tengan, sobre todo, consciencia de género.
La cultura puede cambiar en la medida que seamos conscientes sobre una realidad que el COVID-19 ha expuesto en su mayor crudeza: todos, con independencia de su género, estamos afectados por un virus que nos ha cambiado la vida. Pero este 8 de marzo, que nos permitimos reflexionar sobre cómo este hecho ha afectado a las mujeres, nos compromete a redoblar nuestros esfuerzos por promover su liderazgo, porque queda claro que todos ganamos con la diversidad de perspectivas, habilidades y consciencia. Porque hoy hablamos de mujeres, pero lo que buscamos es un mundo que valore a la persona humana en su condición única, indivisible y diferente. Ante más crisis, más necesidad de equidad.
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