Recuerdo que cuando estudiaba en el extranjero, sentía cierto orgullo cada vez que encontraba productos peruanos en tiendas y mercados. Lamentablemente, esto no ocurría con mucha frecuencia ni la variedad era muy amplia: mangos y espárragos en Holanda, tejidos de punto en Venezuela, artesanías en Italia. No mucho más.
¿Por qué en el Perú se venden teléfonos hechos en Taiwán, autos fabricados en México, y software costarricense, pero la mayor parte de lo que exportamos son minerales en bruto y una reducida variedad de productos terminados? Lo que ocurre es que para competir en los mercados internacionales se tienen que hacer las cosas tan bien como los competidores, y la realidad de la mayoría de las empresas nacionales (que son pequeñas) no es muy diferente a la de nuestro fútbol: hay voluntad, pero falta técnica. Si queremos participar en los mercados globales (algo parecido a ir a un Mundial) tenemos que competir mejor preparados. Los peruanos tenemos décadas intentando solucionar este problema. En los 70 se decidió hacerlo aislando a las empresas nacionales de la competencia extranjera, con la esperanza de que una vez fortalecidas pudiesen competir en el exterior. El resultado fue lamentable. Se crearon industrias débiles y dependientes de subsidios y favores estatales (es decir, de lobbies y corrupción), mientras los consumidores eran obligados a comprar productos caros y malos.
A partir de 1990, el péndulo se movió al otro extremo. Implementamos reformas que si bien siguieron la orientación correcta, fueron conceptualizadas dándole demasiado peso a la ideología. Se supuso que el mercado era capaz de solucionar todo y se decidió que la mejor política industrial es aquella que no existe. Si bien hoy el sector manufacturero no depende de protecciones ni subsidios, sigue siendo relativamente pequeño (16% del PBI) y poco diversificado; entre otras razones, porque subsisten fallas de mercado que obstaculizan su desarrollo.
En efecto, la escasez de financiamiento para la innovación (capital de riesgo, por ejemplo) se debe a un problema de asimetrías de información, y la inexistencia de mercados de asistencia técnica es uno de los “mercados incompletos”. Otras fallas, como las que dificultan que los emprendedores se apropien de los beneficios de sus innovaciones, desincentivan la diversificación. La solución requiere que el Estado intervenga fomentando la inversión en nuevas actividades. Asimismo, la evidencia de que la aglomeración fomenta el desarrollo productivo justifica la intervención en el desarrollo de clústeres y cadenas de valor.
Políticas como estas, orientadas a solucionar fallas de mercado, no son una novedad. Se vienen aplicando desde hace un buen tiempo en Chile, por ejemplo. De esto trata la política industrial moderna de la que habla el ministro de la Producción, Piero Ghezzi. El quid del asunto con estas intervenciones (que deberían ser el corazón del Plan Nacional de Desarrollo Industrial) está en lograr una institucionalidad que asegure que las mismas se limiten a solucionar fallas de mercado y a apoyar a los sectores con verdadero potencial de desarrollo (que no son todos). Tarea nada fácil en un país con instituciones débiles, pero necesaria si queremos que para el resto del mundo sea algo cotidiano comprar productos “Made in Peru”.