Antes de la pandemia, asociaba el problema del hambre con los países más pobres del mundo, entre los cuales, por supuesto, jamás hubiera puesto al Perú. Aquí, nuestro referente era la tasa de pobreza y la importancia de refinar las definiciones, hacia pobreza multidimensional y no solo monetaria. La necesidad de precisiones conceptuales se justificaba para poder enfocar los esfuerzos de gestión pública, dependientes de recursos siempre escasos.
Con un sostenido crecimiento económico durante dos décadas, logramos bajar la tasa de pobreza de uno de cada dos, a uno de cada cinco peruanos en este siglo. Institucionalizamos la política de inclusión social y profesionalizamos los programas sociales.
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Aun así, datos de la FAO para el periodo 2018-2020 indican que en el Perú el 8,7% de la población está subalimentada, es decir, personas cuyo consumo habitual de alimentos no contenía la energía requerida para llevar adelante una vida saludable. Ello nos colocaba por encima del promedio de América Latina y el Caribe (7,7%) para el mismo periodo.
Pero si vemos la pobreza calórica a nivel nacional, esta alcanza a uno de cada tres peruanos desde 2020. Es en este contexto que la guerra europea afecta la oferta de alimentos de nivel mundial y también la oferta de insumos para la agricultura. No solamente vamos a importar menos trigo, maíz y aceite y a precios más altos, sino también las cantidades cosechadas en la próxima campaña grande en el Perú serán menores y los productos de panllevar nos costarán más.
Se podría pensar que este es un tema sectorial, del ministerio de desarrollo agrario. Asumamos por un momento que es cierto. Tener seis ministros de desarrollo agrario en menos de 24 meses es lo menos acertado si se quiere resolver el problema.
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Pero este es un problema nacional transversal a los diversos sectores y que nos tendría que estar movilizando como sociedad, bajo un claro liderazgo coordinador por parte del sector público. Necesitamos ponernos en modo “misión”, como diría la economista Mariana Mazzucato, para aprovechar los mejores talentos e iniciativas del sector privado y del sector público, y apuntar al logro del objetivo de hambre cero mucho antes del 2030.
Parecería ocioso sumarse a las ya incontables voces que demandan una decisiva acción del Estado para atender la crisis alimentaria. Pero constatar que se hace poco desde la gestión pública lo justifica plenamente. Un Estado que no puede asegurar las condiciones necesarias para satisfacer las necesidades de alimentos de la población está cerca de ser calificado como un Estado fallido.