La minería en nuestro país lleva décadas entrampada en un clima de conflictividad social permanente, ante la pasividad e indiferencia del Estado. Desde Tambogrande hasta Tía María, pasando por Conga, se han frustrado una serie de proyectos de un enorme potencial productivo, con la falsa excusa de defender el medioambiente, a punta de movilizaciones y protestas violentas. Es incalculable el daño que se ha causado al Perú en términos de crecimiento económico, empleos y tributos.
Sin embargo, tras la convulsión social de finales del año anterior e inicios del presente, que llegó a paralizar un buen número de minas, sobre todo en el “corredor del sur”, el sector ha pasado a vivir en medio de una tensa calma. Es como si los conflictos se hubieran puesto ‘en pausa’, por decirlo de alguna manera, mientras que los que continúan encendidos no parecen tener la misma intensidad que antes.
Como correlato, la producción de cobre –nuestro principal producto de exportación– ha ido recuperando el paso que había perdido y en lo que va del año ha registrado un aumento de 20%. No se puede, sin embargo, cantar victoria, sería una tremenda equivocación. Estamos ante una bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento si no se hace nada para prevenirlo.
Para dimensionar el tamaño del problema basta con darle una mirada a las cifras de la Defensoría del Pueblo. De acuerdo con su último reporte, de los 142 conflictos socioambientales activos y latentes desperdigados por todo el territorio nacional, el 68,3% (97 casos) está relacionado con la actividad minera y está claro que mirando para el costado no se van a resolver.
Esta coyuntura de relativa tranquilidad debe ser aprovechada mientras dure para lanzar una campaña comunicacional masiva para derrumbar mitos y aclarar que los beneficios que la minería formal brinda a sus zonas de influencia y, por cierto, al país entero son mayores que los riesgos potenciales que entraña.
Se debe contrarrestar la desinformación y medias verdades propaladas por un pequeño grupo antiminero, que en muchos casos solo busca engañar a la población por algún interés particular, ya sea político o económico. En buena cuenta, se tiene que cambiar la narrativa imperante.
Esta tarea le corresponde a las empresas mineras para disminuir la resistencia que enfrentan y ganarse la confianza de las comunidades aledañas a los yacimientos, pero también al propio Estado, que deja de recaudar impuestos que podría utilizar para financiar mejores servicios públicos e infraestructura.
Ese sería un paso en la dirección correcta para reparar la imagen de esta actividad y revertir el déficit de inversión que viene aquejando al sector. Por suerte, proyectos no faltan. Tenemos una cartera valorizada en más de US$53.000 millones, que en caso de ejecutarse podría darle un fuerte impulso al PBI. Dejar pasar la oportunidad para sacarlos adelante sería una irresponsabilidad mayúscula en un país que hoy, más que nunca, necesita reactivar todos sus motores de crecimiento.