El líder peronista Alberto Fernández y su vicepresidenta, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, obtuvieron una victoria dominante sobre el titular de centro derecha Mauricio Macri en las elecciones del domingo. Sin embargo, para una nación que ha incumplido ocho veces su deuda y pasado un tercio de las últimas siete décadas en recesión, el camino a seguir no está claro.
Los votantes claramente se opusieron a otro mandato de Macri, quien prometió reformas fundamentales a través de capacidad gerencial y, en cambio, ofreció sacrificios y medias tintas. Por otro lado, ni los argentinos ni los mercados financieros —de cuyas buenas gracias depende este país de 45 millones de habitantes— soportarán un retorno al intervencionismo que empañó el gobierno de Fernández de Kirchner entre 2007 y 2015, una probable razón por la que ella es copiloto de su homónimo más conciliador (no están emparentados).
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Si hay algún consenso, es que más de lo mismo no sirve. Pero aquí es donde la conversación se pondría interesante. Para un número creciente de respetados economistas, el único camino hacia un nuevo comienzo para Argentina implica acoger el dólar estadounidense.
Los detalles de la dolarización son preocupantes. ¿Quién será el prestamista de último recurso? ¿Cómo gestionar los caprichos del comercio y el ciclo económico cuando no se puede establecer tasas de interés o calibrar la tasa de cambio? Sin embargo, el argumento a favor del dólar es sencillo. Cuando una nación ha perdido su control, su moneda cae, el riesgo crediticio se dispara y los bonos caen. Si la política monetaria y fiscal convencional no logra estabilizar la economía, la crisis vuelve una y otra vez. Es mejor deshacerse del peso dudoso y adoptar el dólar, ese confiable relleno de colchón latinoamericano que las autoridades nativas no pueden imprimir, apostar o perjudicar.
Sí, la dolarización es la opción nuclear monetaria. Podría ser la razón por la que en 2002 solo unos 35 países en todo el mundo, la mayoría de ellos pequeños, habían renunciado oficialmente a sus propias monedas por el dólar. Ecuador es el más grande de los tres dolarizadores latinoamericanos (junto con El Salvador y Panamá) y su producto interno bruto es solo una quinta parte del de Argentina.
Las razones de la reticencia son comprensibles. Los latinoamericanos todavía consideran la moneda nacional como una insignia de soberanía e independencia. Se considera que renunciar a la moneda propia es como arrodillarse ante una potencia extranjera; tanto peor si dicho supremo es Estados Unidos. Sin embargo, cada vez más, los argentinos parecen dispuestos a deshacerse de esa inhibición. Incluso con su propia moneda, Argentina ha tenido emergencia económica tras emergencia económica durante décadas. El profesor de economía aplicada de la Universidad Johns Hopkins, Steve Hanke, recientemente listó 12 crisis separadas que condujeron al colapso del peso argentino desde 1876. Curiosamente, la mayoría de ellas datan desde 1935, año en que se fundó el Banco Central de la República Argentina.
Los episodios seriales de hiperinflación, gasto excesivo y endeudamiento externo han cobrado su precio. Cada crisis ha provocado un colapso del peso (una de las monedas con el peor desempeño de este año), destruido la confianza en formuladores de políticas (que ahora han devuelto el favor con el ajuste de los controles de capital) y convertido al país en un paria perenne en los mercados crediticios (los bonos argentinos cayeron nuevamente el lunes). De manera reveladora, los prestamistas se animaron con la victoria peronista, una señal de que tal vez los argentinos quieren estabilidad, no aventura.
La dolarización tiene sus descontentos. No todos están de acuerdo en que la mejor manera de restaurar la integridad económica y la confiabilidad es con la eliminación del dominio y control de las políticas. Los argentinos experimentaron con la dolarización en la década de 1990 a través de una política llamada convertibilidad: cada peso estaba legalmente respaldado por un dólar en reservas, con un intercambio fijo de uno a uno. Funcionó por un tiempo, pero hubo fugas. Las provincias encontraron lagunas en la austeridad exigida por el gobierno federal, la deshonra fiscal continuó e, incluso con el ancla del dólar, el banco central siguió en las mismas, socavando así la convertibilidad y enrumbando al país hacia su séptimo incumplimiento de deuda desde 1827.
Las tentaciones populistas también pueden causar estragos económicos, incluso bajo la camisa de fuerza del dólar. No hay necesidad de buscar más allá de Ecuador. Exprimido por el aumento de las tasas de interés de EE.UU., el derrochador expresidente Rafael Correa encontró una solución al dólar: atacaba las reservas de divisas y se apoyaba en el banco central para aumentar los préstamos del gobierno destinados a salarios y programas sociales. El resultado fue un sumidero fiscal que tiene al sucesor de Correa, Lenín Moreno, enredado en la penuria desde entonces y casi lo derriba el mes pasado cuando sus medidas de austeridad provocaron una reacción violenta.
Sin embargo, llega un momento en que los gobiernos agotan su cuota de errores. Alberto Ramos, de Goldman Sachs, no es partidario de la dolarización, pero admite que las circunstancias extremas exigen medidas extremas. "Si el país vive de crisis en crisis, tiene que soltar las cosas y dolarizarse", me dijo. Por ahora, Argentina ya agotó todas las posibilidades.
Descartar la dolarización porque ata las manos de un país y priva al gobierno de instrumentos para administrar los tipos de cambio y los ciclos económicos parece razonable, pero en última instancia se basa en una presunción que ignora los acontecimientos in situ. El economista Nicolás Cachanosky, de Metropolitan State University de Denver, llama a esto la falacia del nirvana. "Los economistas argentinos tienden a confundir lo posible con lo probable. Se imaginan un banco central que funcione bien y que considere e implemente cuidadosamente la política. Pero la experiencia sugiere que resultará algo mucho menos deseable", escribió recientemente Cachanosky.
Lo que no se argumenta es que hace mucho tiempo que Argentina superó el umbral de la normalidad económica. "Argentina carece de crédito en el sentido más amplio; es un país de confianza cero", escribe el economista de la Universidad Johns Hopkins, Jorge C. Ávila, quien junto con Cachanosky es uno de los pocos entusiastas argentinos frente a la dolarización.
En un estudio realizado a principios de este año, Ávila argumentó que la dolarización podría funcionar siempre y cuando Argentina abriera su sofocada economía (las exportaciones e importaciones representan solo alrededor de 30% del producto interno bruto). "Dolarizar con integración financiera y acuerdos de libre comercio con las superpotencias traerá un grado de estabilidad monetaria y financiera que este país no ha visto en un siglo", escribió.
Puede que esto suene demasiado optimista. En efecto, huir de la moneda nacional es un recurso terrible y probablemente impensable para la nueva administración peronista, cuyos abanderados pasaron gran parte de la campaña culpando a Macri por convertir a Argentina en un vasallo del Fondo Monetario Internacional. "La dolarización es una calle de sentido único, no se puede regresar", dijo Monica de Bolle, investigadora principal del Instituto Peterson de Economía Internacional.
De hecho, de Bolle agregó que los argentinos van muy por delante de su establecimiento político. Cada crisis los ha llevado a deshacerse de los pesos a favor el dólar, el único medio de intercambio que cuenta para las transacciones de bienes raíces y otras transacciones de alto valor. Los argentinos han acumulado hasta US$150.000 millones en efectivo y poseen aproximadamente US$500.000 millones en activos en el extranjero. "Los argentinos piensan en dólares, planean en dólares, sueñan en dólares y tienen pesadillas en dólares", dijo Ramos.
Lo que los peronistas necesitan decir es, si Argentina no dolariza, ¿entonces qué? Las opciones están agotadas.