En la era de los algoritmos de reconocimiento facial, de pronto, una pandemia nos ha obligado a cubrirnos el rostro y nos ha devuelto una práctica que creíamos ya solo propia de representaciones teatrales, danzas, carnavales, o ritos ancestrales y chamánicos. Aunque, en estos días, usar una mascarilla tenga una explicación sanitaria, su empleo nos remite de inmediato a la antigua finalidad de la máscara como objeto protector. Salir a la calle con una cubierta de acrílico, un tapabocas o barbijo quizá nos otorga hoy la misma seguridad que sentían nuestros ancestros cuando se colocaban una máscara para enfrentarse a lo desconocido.
En su clásico libro La vía de las máscaras, Claude Lévi-Strauss estudió los mitos de algunos pueblos originarios de Norteamérica y demostró cómo estas narraciones cobraban vida a través de las caretas que usaban sus habitantes durante sus ceremonias religiosas y agrícolas. “Una máscara —escribía el antropólogo francés— no es ante todo lo que representa sino lo que transforma; es decir, elige no representar. Igual que un mito, una máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que excluye”. Esa necesidad ritual de cambio ha sido quizá la causa de que no exista cultura que no haya creado sus propias máscaras, ya sean estas de tintes, madera, papel, cobre, plata u oro —objetos a los que seguimos recurriendo para sentirnos no solo diferentes, sino también más seguros—.
Puesta en escena
Usualmente, se cree que una máscara sirve para ocultar el rostro, para evitar que quien la lleva pueda ser reconocido, pero no siempre fue así. En la Grecia clásica, se llamaba prosopon a la máscara que usaban los actores para salir a escena. Pero no se la ponían para ocultarse, sino para tener otra identidad, para ser otros. Es sugerente que de este vocablo derivaron los términos personaje, en el sentido teatral que todos conocemos, así como personare en latín, para designar a la voz que resonaba detrás de la máscara.
En el caso peruano, estos objetos nos han acompañado desde siempre. Débora Correa, pedagoga y actriz del grupo Yuyachkani, es una conocedora de este tema. “Pensamos que la máscara viene de Grecia —aclara—, pero en nuestras investigaciones hemos hallado máscaras de 10.000 años de antigüedad en el Perú. En las cuevas de Toquepala, hay pinturas rupestres en las que se pueden ver hombres enmascarados en escenas de caza. Después hallamos maquillaje, camuflaje, piercing, tatuajes desde tiempos remotos. Tenemos a la Señora de Cao, a la que encontraron con unos tatuajes increíbles de monos, serpientes y arañas. En las crónicas, los españoles cuentan acerca de los saynatacunas o huacones, quienes eran los enmascarados. En Mito, de donde proviene la danza de los huacones, se han hallado huacos de piedra que representan a estos personajes”.
Según Correa, aunque geográficamente somos más pequeños que China o México, aquí existe una infinidad de danzas (más de quinientas) con personajes que se transforman cuando se colocan una máscara en el rostro. Eso fue, justamente, lo que Yuyachkani rescató en la década de 1970, cuando empezó a desarrollar su propuesta escénica a partir del uso de las máscaras. “En el teatro, yo le presto mi cuerpo a la máscara para que esta encuentre su propio cuerpo. Hacemos ese intercambio”, añade la actriz.
En este múltiple juego de mostrar, ocultar, esconder, revelar, proteger y transformar, las máscaras nos siguen acompañando, ahora más vigentes que nunca.