[Ilustración: Giovanni Tazza]
[Ilustración: Giovanni Tazza]

Por Natalia Zuazo - GDA

“A veces, la única forma de ganar es no jugar. No hay otra". Eso fue lo que se dijo la guionista argentina Carolina Aguirre el día que cerró su cuenta de Twitter, con 150 mil seguidores, en marzo de este año. Después de participar intensamente en esa red social durante ocho años, la escritora había decidido dar un paso al costado. "No, no sentí miedo de que me mataran", me respondió unas semanas más tarde, alejada de la ansiedad de la conexión constante. "Sentí miedo de ser consumida por otros, de que me hablaran como si yo fuera un objeto o mi vida un reality show, como si no fuese una persona. Y también de que pudieran ubicarme en todo momento por tantas redes o twittear cualquier cosa y que eso se convirtiera en una noticia", dice Aguirre, que recuerda que la tarde que tomó la decisión estaba en una reunión de trabajo y la demanda de las personas en su teléfono era tan insistente que tuvo que cortar para pedirle a alguien que, literalmente, la dejara en paz.

El caso de Carolina Aguirre no es el único. El lento abandono de las redes sociales, o quitarse la aplicación del teléfono, dejar una de las muchas redes en las que participamos, o limitar su uso a determinados lugares u horarios, está creciendo. Los espacios de intercambio online, que alguna vez (allá por el 2010 y 2011) eran el lugar adonde todos querían llegar y quedarse, están empezando a pensarse como cárceles donde pasamos tanto tiempo y ofrecemos una cantidad de intimidad que en algunos años nos recordarán haber vivido un periodo similar al de la esclavitud. "Estamos tecno-institucionalizados", escribió el neozelandés Alex Beattie en el primer número de The Disconnect, una revista digital que solo se puede leer alejándose del wifi. "Hace diez años el gobierno inglés acuñó el término ‘nomofobia’ para describir la ansiedad de las personas si se separaban de su teléfono o de un lugar con conexión con internet. Esto capta perfecto cómo ve mucha gente hoy la red: como algo esencial para sus vidas".

¿Qué es estar institucionalizado sino eso mismo, es decir, creer que somos libres de elegir qué consumimos, cuándo y dónde, pero en realidad vivir presos de un hábito que no podemos dejar? Recientemente, cuando salió a la superficie la cantidad de datos privados que empresas como Facebook acumulan sobre nosotros y cómo hasta lo comparten ilegalmente con compañías como Cambridge Analytica, la pregunta sobre si debemos abandonar las redes sociales se repitió y respondió con insistencia. Sin embargo, más allá de las muy válidas razones ideológicas y políticas que tengamos para hacerlo, hay un muro que se interpone entre decirlo y hacerlo: ¿podemos realmente dejar el lugar en el que todavía está la mayoría de la gente, como Facebook, donde 22 millones de peruanos o 2,3 mil millones de personas del mundo pasan un promedio de 50 minutos al día? La pregunta tal vez deba ponerse patas para arriba: ¿por qué no podríamos hacerlo?

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Ya lo reconocieron los mismos creadores de las redes sociales: además de líneas de códigos y diseños pensados milimétricamente para resultarnos los lugares más cómodos de todo internet, las redes sociales apelan a nuestras adicciones igual que la dopamina, el neurotransmisor que nos produce bienestar.

Si en cambio nos alejamos, disparan el cortisol, esa hormona que nos hace poner nerviosos hasta la angustia, como un bebé al que de repente le quitan el chupón o su osito preferido y no puede parar de llorar. Lo admitió Sean Parker, creador de Napster, y luego parte del equipo inicial de Facebook: darle pequeñas dosis de dopamina a los usuarios estaba en el ADN de la plataforma. Y lo dijo Justin Ronstein, creador del botón ‘Me gusta’ de la empresa de Mark Zuckerberg: él mismo se fue de la red social porque se dio cuenta de los efectos nocivos de esos "destellos brillantes de seudoplacer". Famosos como Jim Carrey hicieron pública su salida y llamaron a ir más allá, a un boicot: "Me estoy deshaciendo de mis acciones de Facebook y eliminando mi perfil porque la empresa se aprovechó de la interferencia de Rusia en nuestras elecciones y aún no están haciendo lo suficiente para pararlo", escribió en otra red, Twitter.

Por otro lado, no todo el tiempo que pasamos en las redes es estupidez. "El privilegio del futuro será la desconexión", dice en otra parte de su ensayo Alex Beattie. Pero además de los efectos narcóticos insertos en los genes de las redes, ¿qué más hay allí que nos tiene tan atrapados? El capitalismo del like, esa forma con la que el filósofo Byul-Chun Han describió el sistema de consumo de nuestra época, tiene la respuesta. Las redes son gran vidriera de consumo que solo necesita que nosotros las llenemos de productos, que otros consumirán al instante. "Las redes sociales le vienen divinamente a este sistema capitalista porque necesitan que la gente desee y envidie para que produzca. Si todo el día estás mirando los viajes, la ropa y las salidas de otros, vas a trabajar y a producir hasta desmayarte porque sientes que si no tienes eso no eres nadie", dice Carolina Aguirre. También está probado: el sentimiento predominante después de usar Facebook es angustia y envidia. "Yo siempre hubiera pensado que la gente envidiaba que otro sea hermoso o sea feliz. Pero no: en las redes el 56% envidia los viajes y solamente el 2% la belleza y el 4% el amor".

Los movimientos, libros y métodos para usar nuestro tiempo de otra manera ya están en marcha. Las fórmulas también se pueden conseguir en internet. Pero tal vez el siguiente paso sea pensar antes de actuar, como con cualquier paso a paso para salir de una adicción. ¿Quiero recordar este momento de mi vida así o un poco menos de redes o más lejos de ellas me haría imaginarme mejor?

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