Enrique PlanasRaúl Rodríguez

En la antigua calle de La Rifa destacaba un solar de una planta, con un amplio patio empedrado interior, que era conocido como la Casa del Pino. A este inmueble se mudó , en octubre de 1841. Ahí no solo funcionaban la imprenta y las oficinas del diario, sino también había algunas viviendas. Con el correr del tiempo, este espacio fue convirtiéndose en el corazón noticioso de la ciudad, pero también fue vulnerable a actos vandálicos como los sucedidos el 10 de setiembre de 1919, tras la llegada de Augusto Leguía al poder, cuando turbas gobiernistas quemaron las oficinas administrativas.

En este contexto, José Antonio Miró Quesada y sus hijos —Josefa, Antonio, Aurelio, Miguel, Luis y Óscar— se dieron cuenta de la urgencia de contar con un nuevo edificio, moderno y sobre todo seguro, acorde con la importancia que ya tenía El Comercio en la vida nacional. El historiador Héctor López Martínez cuenta que la tarea no fue fácil. “A fines de 1919 se comenzaron a hacer las indagaciones financieras, pero los bancos peruanos no querían otorgar préstamos, pues tenían temor de las represalias del gobierno —dice—, entonces estos se consiguieron en bancos belgas”.

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Los secretos de El Comercio
Los secretos de El Comercio
Haz clic en la siguiente imagen y conoce desde adentro el edificio de El Comercio en una imperdible infografìa. (Raúl Rodríguez).

Un palacio-fortaleza

El objetivo fue levantar una nueva sede a prueba de asonadas. “La idea era contar con un edificio que pudiera resistir y se levantó un bello palacio-fortaleza”, afirma López Martínez. En el libro La historia del decano, el historiador escribe: “En marzo de 1920 se inició la construcción. Los arquitectos Felipe González del Riego y Emilio Tremouille diseñaron los planos y también dirigieron las obras. Aurelio (Miró Quesada de la Guerra) con sus conocimientos de ingeniero estaba pendiente de todos los detalles y era ayudado, con empeño, por su hermano Miguel, quien diseñó la farola de cristales de colores del patio, escogió mármoles para las columnas y escaleras, así como los bronces y azulejos que fueron importados desde Bélgica. Cuando se terminó la fachada, contrataron a la empresa Jimeno para que la revistiera de cuarzo, era la primera obra de esa naturaleza efectuada en Lima”.

El arquitecto Elio Martuccelli, profesor de las universidades Ricardo Palma y Católica define así esta construcción: “Dos fachadas, una más larga que la otra, muestran elevaciones clasicistas y elegantes, de ritmos claros y precisos, conformados por vanos y pilastras esbeltas. El edificio, compacto y ornamentado, expresa su lenguaje historicista, con ciertos ingredientes eclécticos. El volumen curvo, coronado por una cúpula elevada, genera una hermosa esquina para la ciudad y funciona como un hito urbano”.

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El banquete

Oficialmente, no hubo ceremonia de inauguración. Se aprovechó la presencia en Lima de delegaciones periodísticas de París, Roma, Madrid, Barcelona, Buenos Aires, Río de Janeiro, entre otras ciudades, que habían venido a cubrir las celebraciones por el centenario de la batalla de Ayacucho, para organizar un almuerzo. El 16 de diciembre de 1924, a la una de la tarde, se abrieron las puertas y todos quedaron maravillados. Hubo discursos de Aurelio Miró Quesada, en nombre de su padre y hermanos, y del escritor y poeta argentino Leopoldo Lugones, en representación de los visitantes. La comida fue de inspiración francesa y la orquesta entonó el “El sol de Ayacucho”.

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Importancia cívica

“Este edificio es muy importante porque se levanta en paralelo a las construcciones de la Plaza San Martín y le da esa escala cívica y monumental al centro histórico, en consonancia con lo que se construía en esa época en Buenos Aires o Santiago”, destaca Sharif Kahatt, arquitecto y profesor de la Universidad Católica.

Martuccelli especifica que en ese tiempo aparecieron ‘rascacielos’ de cuatro a seis pisos en las primeras cuadras de los jirones Carabaya, Lampa y Azángaro, y se inauguraron edificios financieros e institucionales. Por eso, conservar este monumento resulta en palabras de Kahatt: “Un acierto y una necesidad para preservar la memoria de las distintas etapas de crecimiento de Lima”.

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