Hay algo muy seductor en la idea de la muerte. Cómo negarlo. Cómo negar lo mucho que nos define. Los héroes nos apasionan cuando somos niños porque logran una y otra vez vencer a la muerte, porque la burlan y la esquivan y hacen el bien y restauran la dicha. Luego crecemos y en esa educación sentimental está ella, la muerte, que nos hiere pero nos aclara las cosas, nos marca, nos afila la mirada. “El secreto a voces que compartimos todos los humanos, secreto que funda nuestra civilización, nuestro arte y nuestra vida, es la certeza de la presencia de la muerte”, dijo Fernando Savater una noche de 1997 en Lima, durante una charla magistral sobre la Alegría. Varios aplaudieron. Otros lucían un tanto insatisfechos. Junto con la celebridad, a Savater le llegó un gran malentendido: muchos empezaron a buscar en sus palabras la fórmula mágica para ser feliz y sentirse mejor; querían un gurú que los azotara y despabilara: la felicidad como pastilla para el rendimiento emprendedor. En ese tiempo, Savater era famoso por haber hecho que miles de adolescentes leyeran sobre ética. Y claro, por estar amenazado de muerte. Parece frívolo decirlo, pero era imposible no alucinar con eso en los noventa: Savater en la lista negra de ETA. Tenía que andar con guardaespaldas. “Como Salman Rushdie”, aparecía en las semblanzas, junto a “filósofo” y “best seller”. Y los extremistas le querían disparar. Su figura atraía tanto. Pero sus respuestas te mandaban a mirarte en el espejo. Spinoza lo dijo: la alegría es chamba de tu razón.
Son otros tiempos y ya no hay escoltas. Desde que perdió a su mujer, Sara Torres, con quien vivió por más de 35 años, Savater pasa más tiempo en su casa de San Sebastián. Allí, en su despacho-dormitorio, supo de los atentados en París. Lo tocaron especialmente porque es un aficionado a esa ciudad: se la conoce de memoria y uno de sus primeros recuerdos es el de sus jóvenes padres yendo al Bataclan para ver al ídolo musical Maurice Chevalier. El ataque a ese teatro se le hizo impresionantemente nítido. La muerte, multiplicada más de cien veces, le hizo pensar en las terrazas, en los bistrós. Gente enamorándose. Él mismo, caminando con Sara por la rue Hautefeuille.
¿Será que tendremos que ir asimilando un estado de guerra? No hablo tanto de los Estados y las fuerzas de seguridad, sino de nosotros como individuos.
Creo que no tendremos más remedio. Hace ya varios años Hans Magnus Enzensberger, en "Perspectivas de Guerra Civil", decía que las guerras, en el sentido convencional, de enfrentamiento entre dos países, dos ejércitos, estaban en declive; y en cambio lo que iría a ocurrir era esa especie de guerras civiles provocadas por el terrorismo. Es decir, dentro de una población surge un movimiento destructivo en el cual los terroristas no son algo que han llegado puramente desde el exterior; en este caso, sí se han formado y orientado desde el exterior pero son personas que han nacido en las sociedades europeas. Yo creo que eso vamos a tener que aceptarlo, y aceptar las limitaciones a una serie de derechos o de comodidades que a algunos les parecen normales.
El estado de guerra nos cambia, y también puebla nuestro imaginario, es un poderoso inspirador de relatos y fábulas. Creo que el ambiente está generando una especie de idea de heroísmo que vuelve a los valores de la aventura, esos de los que usted habla en "La infancia recuperada"…
Eso es inevitable donde hay destrucción y donde hay muertos. La guerra no es precisamente algo que nos guste y, sin embargo, ha dado lugar a toda una novelística, toda una cinematografía de peripecias aventureras. Evidentemente la guerra, aparte de otros criterios morales, es una aventura; el desembarco de Normandía es un lance extraordinario, peligroso, que tiene todos los ingredientes de las grandes aventuras.
Lo decía porque creo que también surge una tentación por fantasear con héroes enormes que se enfrenten a quienes nos atacan. Pérez-Reverte dijo: “¿Imaginan cuánto duraría un terrorista europeo con un arma en una mezquita siria a la hora de la oración? Ni a recargar, le daría tiempo”. O sea, se preguntó por qué no reaccionamos frente a “ellos” como “ellos” reaccionarían frente a “nosotros”, y percibo que allí habla el narrador, alguien que está pensando en el relato del hombre de acción, un nuevo cruzado con la misma vitalidad feroz de los agresores…
Bueno, pero tampoco sé qué tan seguro sea eso. A lo mejor, a un cristiano en una mezquita le pasaba lo mismo. Si un cristiano —o un fanático de cualquier orden— apareciese en una mezquita con una ametralladora y empezase a disparar, pues a lo mejor pasaba lo mismo que en París. Además, no olvidemos que el Estado Islámico y Al Qaeda han matado a muchos más musulmanes que cristianos.
Será que a muchos la idea de la guerra parece emocionarles en términos literarios, con esa fascinación de los relatos de la infancia…
Es verdad, fíjate toda la épica que surgió en torno, por ejemplo, al “gansterismo” de los años treinta en Estados Unidos, ¿no? Todo ese mundo generó una épica de la lucha contra el gánster, el policía incorruptible, la novela negra. Todos esos son personajes que han surgido de situaciones que nosotros no quisiéramos repetir, no quisiéramos ahora que volviera esa época…
Sin embargo, para algunos este es un enemigo perfecto, ¿no? Eso hace más fácil retratarlo como alguien que tiene muy poco que ver con nosotros; y, por tanto, es caldo de cultivo para quienes quieren usar los relatos para fortalecer dogmas.
Hombre, sobre todo es que este enemigo tiene una cualidad especial. Al Capone y los gánsteres cometían sus fechorías y delitos por el lucro, pero en cambio estos delitos que van en contra de una forma de pensar, este odio teológico que viene del pasado, que haya otra vez personas capaces de degollar al prójimo delante de una cámara, de forzar a niños a que degüellen a personas, ese fanatismo nos resulta tan ajeno que efectivamente vemos poca relación con nosotros.
Eso tal vez hace posible que circulen épicas que eran impensables hace 15 años. Ahora están aceptadas en la ficción pop estadounidense la tortura oficial y la muerte de los niños del enemigo. Esos dos viejos tabúes se han roto.
Claro, un contagio con el enemigo, ¿no? Hay que tener cuidado con esa especie de contagio, con la tentación de decir “bueno, como ellos matan por razones teológicas y sin piedad, hagamos nosotros lo mismo para asustarles”, pues lo que ellos buscan es precisamente crear esa especie de terror creciente. Creo que, al contrario, hay que mostrar firmeza pero sabiendo que lo que estamos defendiendo no se puede sacrificar en el camino.
¿Difícil, no? Sobre todo cuando uno piensa en un niño de esta época, que mira una ficción “occidental” en la que se tortura, en la que un francotirador con una cruz tatuada en el cuerpo le dispara a un niño como parte de “lo que debe hacer”.
Por eso es importante recordar que una cosa es una épica de la guerra y otra cosa es el salvajismo. La idea de la épica más distinguida es aquella en que el valeroso se alegra, e incluso triunfa, pero sin caer en el salvajismo y la crueldad. Eso los griegos lo veían muy bien; ellos distinguían bastante bien entre el héroe; el guerrero perfecto, fuerte; y el salvaje que no respetaba ni al enemigo. Si nosotros queremos una épica, la épica tiene que ser la de resistir al mal que viene de fuera y al mal que nos sale de dentro frente a ese que viene.
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Solían abordarlo como a un especialista en dilucidar qué está bien y qué está mal. En aquel viaje al Perú, los periodistas le preguntaban cómo hacer para que la gente respetara los semáforos. Savater aprendió a alzarse de hombros, tal vez emulando a Baruch Spinoza, uno de los filósofos que más lo ha inspirado. Era su forma de conjurar el malentendido. Porque para empezar, Spinoza se libró de cualquier código moral impuesto. No existen el bien y el mal, sino lo bueno y lo malo. “Lo bueno es aquello que me afecta y me produce alegría, lo que aumenta nuestra potencia. Lo malo tiene que ver con lo que origina desencuentros y descomposiciones, lo que nos resta capacidad de acción”, escribió Savater explicando a Spinoza. Para llegar a sus conclusiones, Spinoza desarrolló la idea de la sustancia única del universo (en oposición a Descartes, quien postuló que cuerpo y alma eran sustancias distintas). Y como decir que Dios y el cuerpo son lo mismo es como decir que uno es su propio Dios, a Spinoza lo odiaron toda la vida: lo maldijeron, intentaron apuñalarlo. Savater, pensador alegre, evita ser comparado, lo hace con urgencia, toma mucho aire. “La amenaza de ETA fue hacia mí junto a muchas personas, no fui un luchador solitario”, se apura en decir. Entonces le recuerdo que los neurocientíficos han capturado a Spinoza y lo han convertido en su ídolo y gurú, por eso de la “sustancia única”: el alma está en las sinapsis, esa electroquímica nos define. Savater protesta serenamente: no caigamos en el determinismo, en creer que todo está definido por la fisiología cerebral, eso solo nos lleva a pensar que no somos libres. Y sí somos libres.
Hay una fiebre inédita por el mapeo del cerebro. Y, de hecho, hay hallazgos fascinantes. En una imagen cerebral, vemos que el hipocampo y la amígdala, memoria y miedo, están muy juntos, uno pegado a otro. Parece muy poético. ¿La topografía cerebral es el nuevo opio de la cultura?
Siempre hemos soñado con reducir la ambigüedad de la conducta humana a algo más manejable, más comprensible, ¿no? Es una tentación evidente. De hecho, en el fondo, las mejores descripciones de la conducta humana no las dan ni los profesores de ética ni los neurofisiólogos, sino Dostoievski en Crimen y castigo. Es verdad que ese conjunto de actitudes, de contradicción de sentimientos, es de tal complejidad que uno lo que quisiera es decir bueno, a mí mejor démelo en un mapa: toco este botón y pasa esto, toco este otro botón y pasa lo otro.
Algunos sueñan con eso, es la gran promesa, se ve en el lenguaje de esos estudios, en la grandilocuencia que después rebotan, aumentada, los medios.
Es que estamos acostumbrados a manejar aparatos complejos, y entonces, claro, decimos qué bien sería que el cerebro humano consistiera en una serie de áreas marcadas, de modo que si tocamos aquí, hay calidad; si tocamos allí, hay energía, piedad, o lo que sea; que supiéramos dónde están esos sentimientos para poder provocarlos. La eugenesia tenía ese sueño, fabricar un ser humano que no tuviera capacidad para el mal, solo para el bien.
En "Aquí viven leones" usted vuelve al tono de relato juvenil para retratar a algunos escritores. Me llama la atención el perfil de Edgar Allan Poe, que es especialmente poético. Poe tiene una imagen enorme cuando de niño ve el cadáver de su madre…
No solo eso. Ve a su madre morir. Vio cuando su madre muere.
Y se queda la estampa hermosa y tétrica, ambigua, que luego es la marca de su estilo. Me parece interesante porque la ética, la consciencia de la vida, usted siempre nos ha recordado que viene de la muerte, de nuestra consciencia de muerte.
Solo podemos amar lo que va a morir o va a desaparecer. Nuestro amor es de alguna manera un intento por detener aquello que va a sufrir el perecer que tiene todo lo vivo. Yo no entiendo, por ejemplo, frases como “amar a Dios”, no sé cómo se puede amar algo que es inmortal. Cómo amar algo invulnerable. El amor es siempre un punto de zozobra, de deseo de proteger, de afirmación de que hoy todavía estás aquí. Entonces todo eso en este libro en concreto tiene una dimensión más fuerte porque bueno… es un libro que yo hice con mi mujer, con la que había vivido más de 35 años, compartíamos nuestros libros y gustos, y también un enorme amor por Edgar Allan Poe. Para mí es emocionante ese tributo precisamente porque fue algo que escribí junto con ella, a quien perdí también, probando eso de que uno ama precisamente lo que va a perecer.
¿Puede hablar de la muerte en una circunstancia así? Digo, usted ha pasado su vida hablando de la muerte como concepto, como fuerza oponible necesaria. ¿No es raro ahora, cuando le ha tocado tan cerca? ¿No es escandaloso?
Por supuesto que es un escándalo. No nos podemos acostumbrar. Una cosa es… Efectivamente, he tratado de conceptualizar y he creído que la vida proyecta toda su fuerza y todo su atractivo sobre ese fondo aciago de la muerte… Pero cuando ocurre y cuando ocurre con alguien… digo, yo he visto morir a mis padres, a mis abuelos, no era ajeno a la muerte, pero esta muerte es la muerte de algo que soy yo también. La muerte de mi mujer fue, digamos, una forma de mutilación. La muerte entró en mí definitivamente; cuando murió ella, yo tuve que asumir la muerte como algo propio. La muerte está aposentada en mí, aunque no sea más porque yo la llevo a ella en el corazón. Eso me ha transformado. Realmente soy uno antes y uno después de este acontecimiento.
El filósofo que siempre llevará dentro de usted va a tratar de hablar usando la razón. Permítame leer este pasaje suyo: “Según algunas doctrinas orientales, que llegaron hasta los griegos, nuestras almas transmigran después de la muerte a nuevos cuerpos. Espero ese momento increíble, si me toca. Entonces, en esa otra vida, buscaré a Sara”. Se nota muy sentido, pero también es como aferrarse a la cultura para abordar lo inexplicable.
Sí. En el fondo, las creencias religiosas son una forma de poesía en la que a veces se cree. Santayana decía que la diferencia entre poesía y religión es que la religión era una poesía en la que creemos y la poesía es una religión en la que no creemos. Pero ambas cosas vienen a satisfacer lo mismo: esa suerte de necesidad de ir más allá. La transmigración, que las almas se busquen aunque sea a través de cuerpos diferentes, no es algo en que uno crea como cree en la vida cotidiana, pero sí es algo que de alguna manera satisface nuestro afán poético.
¿Hay algún pensador o escritor cuyas palabras en este momento particular, en que, como usted dice, hay una mutilación irreversible, le parezcan de pronto absolutamente inservibles, huecas?
Casi todo. Curiosamente, yo estoy experimentando la inutilidad de los consuelos habituales, las cosas que te dicen. Eso de que con el tiempo todo se arregla. Hombre, hay muchos males que no se arreglan con el tiempo, por ejemplo, la vejez. Esa idea de que el olvido es un consuelo… Bueno sí, claro, a lo mejor con el tiempo y el alzhéimer olvidamos todo lo que hemos amado y lo que somos, pero eso más que un consuelo es una maldición. Es curioso: uno va haciendo una especie de catálogo de la futilidad de todos los consuelos que uno mismo suele dar en estas circunstancias.
Esto es significativo viniendo de alguien como usted, un filósofo del consuelo, de la no desesperación.
Yo he sido simplemente un profesor de Filosofía. Me hubiera gustado ser un gran filósofo, como Spinoza o Kant, pero me tocó ser un profesor de Filosofía. Y sí, creo que la Filosofía, la reflexión, la razón y, de alguna manera, la cordura son ayudas para el ser humano, pero cuando llega verdaderamente el desbordamiento del dolor, de la desdicha, esas ayudas se quedan cortas.