Si alguna vez le toca explicar la importancia del cine de la década del ochenta, recuerde mencionar las películas del movimiento cyberpunk. Notará cómo el factor nostalgia se reduce a la mínima expresión. Tanto en el cine como en la literatura, el cyberpunk supuso un punto de quiebre en el género de la ciencia ficción; ya no se trataba de lo que el hombre podía hacer con la máquina, sino de lo que la máquina podía hacer con el hombre. Hasta entonces, las mejores películas escenificadas en el futuro —desde Metrópolis (Fritz Lang, 1927) hasta Solaris (Andrei Tarkovsky, 1972)— eran metáforas sobre la condición humana y su posibilidad de trascender el espacio y tiempo; nuestras limitaciones biológicas y cognoscitivas eran compensadas de alguna manera por nuestra dimensión espiritual, por nuestra capacidad de amar.
El cambio de paradigma ocurre en los ochenta, y va de la mano con los avances de la computación y la robótica. No es casualidad que una obra revolucionaria como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) haya sido incomprendida en su época; los androides soñaban con ovejas eléctricas, mientras que la especie humana —o lo que quedaba de ella— inspiraba nostalgia; donde alguna vez hubo fe y esperanza en el progreso, ahora solo quedaban humo y luces de neón. Bajos niveles de vida para la era del Yo, Robot.
"...ya no se trataba de lo que el hombre podía hacer con la máquina, sino de lo que la máquina podía hacer con el hombre..." (Crédito: Paramount Pictures)
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La era del poshumanismo, inaugurada en la pantalla grande con la película de Scott, trajo varias joyas memorables, como Videodrome (David Cronenberg, 1983), obra profética de la Nueva Carne, fusión del cuerpo y la máquina que advertía cómo nuestra percepción de la realidad estaba siendo alterada por su relación con la tecnología. Mientras tanto, en el Japón de los gigantes electrónicos, el arribo del cyberpunk no pudo ser más impactante.
Para que surja la primera versión fílmica de Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1995), antes tuvo que haber un anime apocalíptico como Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988), y una fantasía cibernética retorcida como Tetsuo, el hombre de hierro (Shinya Tsukamoto, 1989). En realidad, Ghost in the Shell significó la madurez expresiva del cyberpunk japonés.
Si se pregunta por qué necesitamos hablar de ella después de tantos años, la respuesta es sencilla: es una película fascinante que continúa siendo desconocida por muchos cinéfilos. El inminente estreno de su adaptación hollywoodense —con Scarlett Johansson a la cabeza— es el pretexto para revisitar este clásico de culto, a punto de ser descubierto en Occidente por el público masivo. Pronto sabremos si Rupert Sanders (director de Blancanieves y el cazador, del 2012) ha sabido darle una lectura original a esta historia de espionaje informático y autobúsqueda existencial en un Japón distópico poblado por cyborgs: escenario desnaturalizado que obliga a repensar qué es lo humano y la vida misma.
No es la primera vez que Scarlett Johansson protagoniza una cinta de ciencia ficción. Aquí en su papel titular en Lucy (2014). (Crédito: Europacorp)
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Los orígenes de Ghost in the Shell se remontan a 1989, cuando el creador de mangas Masamune Shirow (Kobe, 1961) terminó por darle forma a su cuarta publicación, afín como todas las anteriores a sus inquietudes futuristas. Shirow ya era por ese entonces un autor reconocido, sobre todo por Appleseed, publicado en 1985, relato sobre los sobrevivientes de una ficticia III Guerra Mundial. Appleseed fue uno de los primeros trabajos de Shirow en ser llevado al cine, allá por 1988, pero su repercusión estuvo limitada a los consumidores habituales de animes, lo que en Japón es suficiente.
Quienes menosprecian el manga deben tomar nota de que el título “Ghost in the Shell” es una referencia directa a El fantasma en la máquina, ensayo filosófico del autor húngaro Arthur Koestler (1905-1983). El término fantasma en la máquina nació como una crítica del filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976) al célebre dualismo cartesiano que propugna la división del hombre en cuerpo y alma.
"El resultado es un poema visual de imágenes animadas, algunas violentas, otras decididamente contemplativas." (Crédito: Production I.G.)
Shirow confiesa haber luchado mucho para que la historia de Ghost in the Shell tuviera el balance ideal: ni demasiado simple, ni demasiado compleja. El cineasta Mamoru Oshii (Tokio, 1951) operó sobre las mismas coordenadas para darle a su versión de Ghost in the Shell una cualidad melancólica sin despojarla de visceralidad. El resultado es un poema visual de imágenes animadas, algunas violentas, otras decididamente contemplativas. Es sabido que los hermanos Wachowski la estudiaron plano por plano para confeccionar la popular saga de Matrix. Se basaron en ella tanto en el fondo como en la forma, aunque jamás se acercaron a su tono elegíaco, a su tratamiento melancólico de las realidades virtuales. Los coros de “Making a Cyborg” —el hipnótico tema principal de la cinta— tan solo entorpecerían las aventuras de Neo y Morpheus, pero armonizaban perfectamente con las acciones y silencios de la mayor Motoko Kusanagi, nuestra heroína protohumana.
Tenían razón los franceses cuando invitaron a competir por la Palma de Oro del prestigioso Festival de Cannes a Ghost in the Shell 2: Innocence (Mamoru Oshii, 2004), todo un reconocimiento a la evolución del anime y a las experiencias simuladas del mañana.