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Jorge Eduardo Eielson: el creador de reinos - 4

El evento atrajo a una gran multitud. Todos mantenían la mirada fija en el écran: después de casi 20 años, el artista haría acto de presencia. Una videoconferencia lo conectaría desde Milán, los asistentes lo verían y escucharían en tiempo real. Por fin, el proyector se encendió. Estallaron los aplausos y apareció en la pantalla un rostro azul, estrellado. Se hizo silencio. Se escuchó una sonora risa, y volvió la reverencia. Los aplausos se resistían a acabar. “Buenas noches, Jorge Eduardo, un placer tenerte con nosotros. Supongo que eres tú, ¿no?”, intervino la poeta Micaela Chirif. “Sí, soy yo”, contestó el artista con voz calmada, retirándose la máscara que le cubría el rostro. 
     Así se presentó Jorge Eduardo Eielson (1924-2006) en una ya mítica actividad organizada por la Fundación Telefónica en febrero del 2001. “En verdad, estoy más aquí”, añadió, poniéndose nuevamente la máscara, “que ahora”, volviéndosela a quitar. Para Eielson, su obra era su vida (la máscara era parte de una exposición próxima). Si encasillar la poesía en la escritura le parecía un error, hablar de “poesía y vida” como dos entes separados le resultaba insoportable: él asumía la poesía fundamentalmente como una manera de vivir. El resto —la fama, los reconocimientos—  le tenía sin cuidado. Quizá la prueba más evidente de esto fue la cantidad de poemas inéditos que dejó —y que ahora han sido recopilados por la editorial Santuario en una reciente edición de sus obras completas—, o su conocido hábito de abandonar pequeñas esculturas por calles y parques de Milán sin firma alguna. En esos objetos iba dejando su vida misma. Eran las piezas de la biografía espiritual de un hombre que era “tímido, discreto, un poco misterioso, contrario a la figuración, de palabras precisas, entrañable con sus amigos, sumamente agudo, burlón a su manera y de vastísima cultura”, como lo describe quien fuera su amigo, el diplomático arequipeño Hernando Torres-Fernández.

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Desde 1948, cuando ganó una beca del Gobierno francés, no volvió a vivir en Lima. Hizo cortos y esporádicos viajes de regreso al Perú, pero no volvió a habitar la ciudad que le vio nacer. Nunca explicó cabalmente el porqué de este alejamiento. En el 2005 la actriz y directora de cine Patricia Pereyra viajó hasta su casa de campo en Cerdeña para entrevistarle y le preguntó por qué no regresaba a Lima. Eielson le respondió, con sencillez, que simplemente no tenía a quién visitar. Su familia adoptiva —su madre lo dio en adopción cuando él tenía seis años— no tuvo descendencia, y las personas a las que alguna vez consideró como suyos habían muerto. Con la pérdida irreparable de los miembros de su familia, y el recuerdo de la confusión y la opresión que imperaban en Lima, Eielson no encontraba razones para volver.
     Tal vez para paliar este vacío, se construyó una nueva vida en Europa. Ahí conoció en 1960 al artista Michele Mulas, quien fue su compañero inseparable. Vivieron juntos durante más de 40 años, tenían un departamento en Milán, donde pasaban el invierno; y una casa de campo en la pequeña localidad de Gardalis, cerca de Cerdeña, donde solían vivir los días de verano. En todo este tiempo, Eielson se hizo un lugar en la escena artística italiana y desarrolló una prolífica, ecléctica y deslumbrante carrera como artista visual. Cuando Michele falleció en el 2002, otra vez el vacío se apoderó de él y comenzó a morir de a pocos. Pero antes del fin, ocurrió algo imprevisto. Una historia que hoy narra con emoción la estudiosa y crítica Martha Canfield, la gran guardiana de la memoria del artista. “Él me contó que había descubierto que tenía una hermana, que era hija de su padre, pues este no había muerto como le habían dicho siempre, sino que había abandonado a su madre y se había ido a vivir a Estados Unidos. Ahí hizo otra familia. Todo esto lo supo porque Olivia Eielson y su prima Kari Mork se habían puesto en contacto con él en el 2003, y habían aclarado todo. Olivia y Kari resolvieron ir a Milán a verlo y esto —me decía— fue para él un regalo del cielo que seguramente le había mandado Michele. Jorge Eduardo, que se había quedado solo, de pronto descubría que tenía una familia. Estaba feliz. Yo no conocí a Olivia en ese momento, sino más tarde. Pero ella no solamente fue a verlo a Milán con su prima, y con la hijita de su prima, sino que luego, en el verano del 2005, se fue a pasar un mes con él en Cerdeña. Ese fue otro acontecimiento que le dio a Jorge Eduardo una enorme felicidad. Y fue su último verano”, cuenta quien es hoy la presidenta del Centro Studi Jorge Eduardo Eielson. Esta nueva e inesperada familia le daría a Eielson sus últimos momentos de felicidad en los campos de Cerdeña. Fue para él una amorosa despedida. El poeta y artista moriría algunos meses más tarde, en marzo del 2006.

Una poética de la angustia
Jorge Eduardo Eielson era conocido como el poeta que, con solo 21 años, ganó el Premio Nacional de Poesía. Javier Sologuren había enviado, sin consultarle, una separata titulada "Reinos" al concurso de 1945. Si bien la influencia de Rilke y Rimbaud resultaba evidente, su poesía era ya notable, no solo por la cuidadosa musicalidad que adornaba sus versos, sino —sobre todo— por su voluntad de llevar la palabra a sus límites expresivos, por cierta sensación de hastío y sobrecarga que dejaba adivinar lo inevitable: una ruptura de lo que se entendía como “el lenguaje de la poesía”.
     Probablemente, su conocida pintura “Autorretrato del artista adolescente I” (1984), un primer plano de un rostro que grita asfixiado por la angustia, represente al Eielson de los cuarenta. En una entrevista concedida a Abelardo Oquendo, Eielson atribuía la fastuosidad terrible de sus primeros poemas al influjo que Lima tuvo sobre su creación. Sentía la capital como “una ciudad asediada por la muerte, una alarmante mezcla de esplendor subterráneo, devastadora miseria social y torpe orgullo colonial”; y él, como poeta, tenía el deber de “poner en palabras la visión de una totalidad”. Contribuyó también a este estilo el hecho de que, como poeta en ciernes, dependiera mucho de lo “mítico y remoto”, lo “culto y prestigioso”. Es en Bacanal (1946) donde comenzaría a darse el cambio: intentaba expresar “sus más secretas pulsiones”, aun sin contar con el lenguaje adecuado para hacerlo. La poesía se revelaba así como un camino de sinceramiento con uno mismo y con el propio lenguaje.
     Por ese tiempo el poeta pasaba las tardes de verano en Puerto Supe, junto a Blanca Varela y Javier Sologuren. Los tres leían a Quevedo y a Góngora, a Verlaine y a Rimbaud y, con la misma entrega, a José María Eguren, a Martín Adán, a César Vallejo. Para terminar de cimentar su fama literaria, Eielson ganaría el III Premio Nacional de Teatro en 1948, gracias a su obra "Maquillage". Sin embargo, ya desde entonces Eielson se resistía a encasillarse en lo que llamaría “poesía escrita”: esto lo llevó a exponer ese mismo año, poco antes de su partida a Europa, sus primeras obras plásticas junto a su amigo Fernando de Szyszlo, entre ellas, la escultura “La puerta de la noche”, que este conserva hasta el día de hoy.

El cuerpo desnudo, los nudos del ropaje
Nunca se pensó a sí mismo como poeta ni como pintor, y en su caso es difícil discernir dónde acaba una disciplina y comienza la otra. Eielson era muy consciente de ello, su interés por las artes plásticas se magnificaba en paralelo a su actividad poética. Como prueba tenemos la entrevista que Julio Ramón Ribeyro le realizó en 1972. “Me tienen sin cuidado los calificativos de los funcionarios de la palabra o la paleta”, le diría un Eielson irritado al escritor después de que este le preguntara si no temía “ser calificado de ‘poeta’ por los pintores y de ‘pintor’ por los escritores”. 
     En realidad, Ribeyro erraba desde el planteamiento de su pregunta: el interés en las artes plásticas de Eielson trascendía el soporte material de la pintura. Él exploraba con telas, prendas de vestir, arena, sillas y botellas en una larga lista de obras que van desde pinturas tradicionales hasta instalaciones y performances. “De ahí que le molestara ser encasillado con etiquetas que a su juicio confinaban su quehacer dentro de un marco que se había planteado trascender. Por ello fue que se empeñó en rotular a su obra lírica como ‘poesía escrita’, con lo que implicaba que el fuego creador de la poiesis no se circunscribía a los dominios de la lengua”, ha señalado el escritor Guillermo Niño de Guzmán.
     Según la crítica y curadora de arte Élida Román, las obras de Eielson de los cincuenta presentan “economía de trazo, rumor de color, imágenes espontáneas y generales, como las esenciales de los primitivos o los niños”, pero también “expresiones ancestrales y el despliegue de la mirada cósmica”. Esta descripción, sin embargo, también se corresponde con algunas de sus obras de los ochenta, como “Ceremonia ancestral VII” (1987), en donde se nos presenta una escena con figuras que evocan el arte prehispánico, dibujadas sobre tela; o “Cabeza de chamán” (1985), una pintura que nos confronta con un par de ojos fijos y rojizos, que surgen de un amasijo de nudos óseos. Esto no indica, claro está, que haya una única línea en la exploración artística de Eielson. El arte como gesto primordial, la magia chamánica, no es sino una de sus muchas fijaciones conceptuales, uno de los múltiples motivos que volvió a explorar de cuando en cuando y que inevitablemente hizo dialogar entre sí. 
     “En los años sesenta”, sostiene Román, “Eielson no vacila en la combinación de elementos; acude al collage, no con partículas fragmentadas sino con prendas conocidas —pantalones, camisas— a las que tensa y hace jugar con material natural en una clara metáfora de circunstancias vivas”. Será en esas primeras exploraciones donde surgirá la imagen del nudo, uno de los focos centrales de su quehacer artístico. Utilizado primero para desfamiliarizar la vestimenta diaria, el nudo se irá cargando de sugerencias y relaciones a lo largo de su obra hasta volverse en sí mismo un sistema lingüístico. “Después de haber sometido el vestuario masculino y femenino a las más variadas manipulaciones, me di cuenta de que tenía entre las manos los rudimentos de un lenguaje primordial, que venía a colmar el vacío dejado un par de años antes por el lenguaje escrito”, explicó en 1995 durante una entrevista con Martha Canfield.
     Este nudo llegaría tarde o temprano a su escritura. Entre 1983 y 2002, Eielson compuso "Nudos", un poemario que significaba la reconciliación entre lo que concebía como dos lenguajes, algo posible no solo por la complejidad que había alcanzado el concepto "nudo" en su obra visual, sino también por el exhaustivo trabajo que realizó sobre el lenguaje escrito entre los cincuenta e inicios de los sesenta, mediante lo que llamó “poesía visual”, que incluye obras como “eros/iones” (1958) y “Canto visible” (1960). Según Eielson, la función de esta poética era desarticular el lenguaje “para ver cómo funciona, y en seguida reconstruirlo y asignarle una nueva función”. 
     El poemario "Habitación en Roma" (1952) exploró con dolor, pero con un lenguaje depurado y certero, tanto la Roma de la posguerra como los límites de la propia corporalidad; un ejemplo sobre este último aspecto lo encontramos en “Via Veneto”: me pregunto/ si verdaderamente/ tengo manos/ si realmente poseo/ una cabeza y dos pies/ y no tan sólo guantes/ y zapatos y sombreros. En "Noche oscura del cuerpo" (1995), por otro lado, encontramos una mistificación del cuerpo mediante la poesía, inspirada en sus lecturas juveniles de San Juan de la Cruz. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre Eielson y el místico: su escepticismo frente a la necesidad de dejar atrás el cuerpo. Desde entonces Eielson ya mostraba una profunda apreciación de la materia como sede y expresión de lo espiritual, percepción por demás compatible con el budismo zen, el cual asumiría como una práctica constante desde 1960. 
     Uno de los diálogos más interesantes que Eielson propuso dentro de su obra plástica se dio en sus "Quipus", serie en la que confluyen sus personalísimos nudos con los quipus andinos. Tal vez fue un gesto para redescubrirse en ese Perú heredado pero distante, que conoció a través de José María Arguedas, su maestro de secundaria. Quizá era este gesto una manera de hacer las paces con su antiguo maestro, quien jamás le perdonó que se fuera del país. Se sumarían a esta iniciativa algunos de sus últimos poemas, como “Nazca” (Ciudad invisible que quizás no existes/ Pero vives en mis células antiguas) o aquel poema de una colección sin título, escrita en los noventa, que remite tanto a su lejana cuna como a su juvenil poética de Reinos: Excavo en mi dorado Perú/ un reino puro y encuentro/ Una cuchara. Excavo más/ Y sale el rey con toda su joyería/ Y la reina mía enterrada/ Cuya mirada me estremece/ Excavo y excavo todavía/ Y es mi osamenta que hallo ahora/ Y el trono ensangrentado/ Que allí me espera.

“Todo me hiere y todo me ilumina”
En una entrevista con Michel Fossey, en 1972, Eielson dijo: “Creo enormemente en el poder de la palabra no alienada. Lo difícil es recuperar su verdad primigenia”. Para los noventa ya la había recuperado gracias no solamente a su trabajo, sino también a las transformaciones de su espíritu. “Creo que la última fase de la poesía de Eielson constituye una necesidad de celebrar la vida, los amigos, el amor. Y para esta ‘celebración’ —como se llama, en efecto, uno de sus últimos libros— no podía utilizar sino un lenguaje más clásico, más directo, más transparente y comunicativo”, señala Martha Canfield. “Cada cambio de perspectiva del mundo, así como de condición espiritual de Eielson se refleja en una determinada elección y creación de lenguaje. Nada en él es casual y nada en él es simplemente ‘juego’ (aunque adoraba el juego). Todo está conectado y todo tiene un profundo significado en el que vive su esencia más profunda. Para él escribir era analizarse y contarse. Su poesía es su retrato más auténtico”, continuó la investigadora. 

Estamos convencidos, entonces, de que la muerte no significó ningún fin para él. Se cerró el nudo y lo envolvió el silencio, pero la poesía continúa.

Prosa recuperada

Víctor Ruiz Velasco editó las novelas "Primera muerte de María" y "El cuerpo de Giulia-no" en el 2014. Hoy comenta su importancia: “Estas forman parte de una misma obra que va ‘anudando’ universos materiales a un gran núcleo que es el propio Jorge Eduardo. Solo para dar un ejemplo de estas conexiones: en 'Primera muerte de María' el autor ensaya lo que serán sus esculturas subterráneas. El libro se publicó en 1988, pero la idea está ya en el poema homónimo de 1949. Creo que hubo un gran momento de efervescencia en Eielson entre los años 1945 y 1970, que fue verdaderamente incontenible, y a partir de ahí ese universo expandido en miles de formas materiales (poemas, novelas, performances, cuadros, música, ensayo, etc.) empezó a contraerse. Sus novelas se inscriben en una tradición de ruptura con relación al canon imperante, el cual privilegiaba una posición ideológica frente a la realidad nacional. Eielson vuelve sobre algunos autores olvidados, más bien proscritos hasta ese momento. Sus obras, más que en ningún otro de sus coetáneos de los cincuenta, resultan epítomes de otras escrituras: 'La ciudad de los tísicos' y 'La ciudad muerta', de Abraham Valdelomar; y 'La casa de cartón', de Martín Adán”.

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