Juan Javier Salazar: predicar en el desierto
Juan Javier Salazar: predicar en el desierto
Jorge Paredes Laos

La última vez que lo vi, recorría risueño la sala de la galería con una botella de vino metida en el bolsillo del saco. Era la inauguración de su muestra “Copia y original”, en Euroidiomas, y Juan Javier había llegado temprano para ver cómo se terminaban de montar las obras. Le preocupaba que todo anduviera bien, en especial una de sus piezas restauradas para la ocasión: un triciclo convertido en caja de madera en la que se reproducía un fragmento del desierto peruano. Apenas lo saludé, me contó que pensaba salir con este desierto rodante por la avenida Pardo, en Miraflores, a invitar a los transeúntes a su muestra.

La historia de esta obra, como tantas otras realizadas por él, partía de una experiencia personal. Alguna vez, en la carretera entre Sullana y Talara, había visto a un loco correr por el desierto en medio de la nada. Ese encuentro fugaz lo inquietó y lo llevó a idear esta suerte de carrito de helados pintado con un paisaje inhóspito, en el que uno podía meterse, hablar por un micrófono y correr (también hizo versiones pequeñas como la que podemos ver en esta página). La obra la bautizó como “Predi-car en el desierto” y tenía ese juego de palabras, tan usual en los trabajos de Salazar, que aludía no solo al pequeño coche, sino también a ese acto fallido de hablarle a alguien que no quiere escuchar. Algo que él venía haciendo desde hace más de 40 años cuando decidió ser artista en un país que normalmente ignora a sus creadores o que, en el mejor de los casos, los considera seres extraños y sospechosos.

En el fondo, él se sentía también como ese loco suelto corriendo hacia ningún lugar. Ese loco capaz de tender mágicos puentes entre la realidad y el arte, entre lo cotidiano y lo maravilloso, algo que había puesto de manifiesto desde sus primeros trabajos en los colectivos Paréntesis (1979) o EPS Huayco (1980).

Esos instantes de revelación, que afirmaba solo el Perú podía ofrecer, eran su materia prima para emprender obras y proyectos. Como aquella vez que cubrió la estatua de Francisco Pizarro con un manto de motivos incas; o cuando se le ocurrió vender, como amuletos, sus pequeños mapas de tela en los ómnibus, durante Fiestas Patrias; o cuando extrañamente le dieron permiso para hacer su chanza, su broma, de empapelar el jirón Azángaro con la figura de una peruana que había salvado a muchos judíos durante la Segunda Guerra Mundial al crearles documentos falsos a sola firma. Una patrona de los falsificadores en la calle de los falsificadores.     

En su célebre obra “Perú, país del mañana”, pintó a los presidentes sobre un triplay, donde todos —los caudillos del siglo XIX, los militares golpistas, los civiles, los dictadores y los demócratas— terminan pareciéndose entre sí, pues todos repiten como una letanía y hasta el hartazgo la palabra mañana. Ahí subyace el espíritu paródico que caracterizó siempre a su obra. Juan Javier hizo de la provocación una estética, del trabajo artesanal un sello y de la ironía un arma contra la frustración.   

“Me he dado el lujo de vivir y de hacer cosas a partir de lo que me sucede”, dijo esa noche en Euroidiomas, con su voz cadenciosa de contador de historias. En el fondo, en su arte no había ninguna pose, sino solo un intento, lúcido y persistente, por entender este (su) desconcertado país.

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