El artista en su casa de Quito, una mansión donde tenía su taller y guardaba sus colecciones de arte. Ha sido convertida en museo. [Foto: AP]
Oswaldo Guayasamín
Jorge Paredes Laos

Las manos huesudas parecen querer arañar la tierra. Los dedos asustados se acercan hacia el rostro, crispados de estupor y angustia, y tratan vanamente de cubrir los ojos y la boca en una expresión desgarradora. Detrás de eso no hay nada. Solo un fuego rojo que se funde con la piel pegada al cráneo y el fondo negro que cubre la tela como un enorme agujero. Quienes vemos esta imagen sabemos que se trata de una víctima, una de las tantas del siglo XX, captada en el instante que antecede al fin, cuando el dolor, la sorpresa y la desesperación se apoderan de su ser.

El autor de este cuadro sombrío es Oswaldo Guayasamín, un artista que se impuso la tarea de contar —como si todo su trabajo fuera un gran mural— lo peor del tiempo que le tocó vivir: la pobreza, la guerra, las dictaduras, los campos de exterminio, las bombas nucleares, los niños muertos en medio de una calle. Un pintor que no temió ser directo ni desmesurado, y que alguna vez declaró, como una confesión de parte: “Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente. Para mostrar lo que el hombre hace contra el hombre”.

De esta manera, el artista ecuatoriano edificó una obra hecha a la medida de su leyenda, de alguien que nació indígena y pobre y que terminó rico gracias a su arte. Ahí están sus gigantescas series sobre el llanto, la ira y la ternura para revelarnos toda una época incierta. Ese tiempo que fue suyo y de todos.

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Era un hombre pequeño. No medía más de un metro sesenta, pero su arte fue descomunal. Sus óleos eran gigantescos y sus series solían estar compuestas por más de un centenar de piezas. No había medias tintas en lo que hacía ni decía. Es difícil saber cuándo este muchacho humilde, nacido en Quito en 1919, hijo de un carpintero y camionero y de una mestiza decidió ser artista. Lo cierto es que lo expulsaron de varias escuelas, no por su mal comportamiento, sino por su costumbre de andar haciendo caricaturas de sus maestros. Por eso no tuvo buenos recuerdos de su época escolar. Además, en los recreos, debía jugar solo porque los otros niños se burlaban de su apellido. La palabra Guayasamín les sonaba demasiado indígena. Con los años, los lingüistas dirían que derivaba del quichua —versión ecuatoriana del quechua— y que podía tener dos significados: ‘ave blanca volando’ o ‘la casa de la sabiduría’.

En esos años juveniles, mientras ofrecía retratos por la plaza de la Independencia, conoció a un muchacho que se hizo amigo suyo. Se apellidaba Manjarrés y lo llegó a querer tanto como a uno de sus diez hermanos. Pero eran días turbulentos. El centro de Quito se llenó de cadáveres a finales de agosto de 1932, cuando una junta cívico-militar se levantó en la capital para impedir la llegada al poder del conservador Neptalí Bonifaz, a quien acusaban por sus orígenes peruanos. En medio de las protestas, una bala perdida hirió de muerte a Manjarrés y lo dejó tendido a mitad de la calle.

24 de febrero de 1999. El pintor ecuatoriano Oswaldo junto a una de sus pinturas en Quito. [Foto: Reuters]
24 de febrero de 1999. El pintor ecuatoriano Oswaldo junto a una de sus pinturas en Quito. [Foto: Reuters]

Fue un duro golpe para Guayasamín. Cuando ingresó a la Escuela de Bellas Artes, pintó una obra que tituló “Los niños muertos”. Es un lienzo plano, en el que se ve una ruma de pequeños cuerpos yacentes. Su gran biógrafo y amigo, el poeta Jorge Enrique Adoum, dijo que en esa pieza primigenia el novel artista encontró su destino: representar el dolor y la injusticia del mundo.

Hoy, en la terraza de la Capilla del Hombre, el gran monumento que rinde tributo a la memoria y la obra de Guayasamín en la colina de Bellavista, al este de Quito, se lee una frase suya que dice: “Por los niños que cogió la muerte jugando, por los hombres que desfallecieron trabajando, por los pobres que fracasaron amando, pintaré con grito de metralla, con potencia de rayo y con furia de batalla”.

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“Soy la cuarta hija del primer matrimonio de mi padre”, nos cuenta Verenice Guayasamín. El maestro ecuatoriano se casó tres veces y tuvo siete hijos: cuatro con su primera esposa, Maruja Monteverde; tres con su segunda mujer, la francesa Luce Deperon, con quien se separó en malos términos, y ninguno con la tercera, Helena Heryes. Es más, Deperon, quien falleció el 2013, llegó a publicar un libro titulado Una luz sin sombras, en el que contó los terribles años que vivió al lado del artista. Lo acusó de haberla sometido no solo a maltratos verbales, sino también físicos —incluso delante de sus amigos—, y lo llegó a calificar como “un monstruo de maldad” que vivía sumido en el alcohol.

Distintos son los recuerdos de Verenice. Ella tenía 15 años, e iba al colegio todavía, cuando se fue a vivir con su padre, después de que este se separara de Deperon en 1964. “Como él tenía muchos problemas con su segunda esposa, mi madre me pidió que me hiciera cargo de sus cosas”, cuenta. “Tiempo después me casé, y construí mi casa al lado de la suya, contigua a la Capilla del Hombre, por lo que seguí siendo la encargada de todo lo que tenía que ver con su vida cotidiana. Creo que ninguno de mis tres hermanos ni mis tres medias hermanas tuvieron esa cercanía con él”, comenta.

Para ella Guayasamín fue un padre atento, al que veía trabajar mucho en el taller. “Yo nunca sentí la falta de padre”, enfatiza. “A pesar de que él ya tenía otro compromiso, siempre trataba de estar conmigo y mis hermanos. Los domingos nos llevaba a los juegos de fútbol y se daba tiempo para ayudarnos en nuestras cosas. Lo veíamos trabajar mucho”.

Recuerda que hace 47 años su padre se reunió con ella y con sus tres hermanos, Saskia, Pablo y Cristóbal, y les propuso la creación de la que lleva su nombre. “Nosotros estuvimos de acuerdo. Él donó a la toda su colección de arte precolombino, colonial y distintas obras que no se conocían de su serie La edad de la ira. Desde entonces, la fundación administra su legado, y, el 2002, tres años después de su muerte, nosotros cumplimos su deseo de edificar y abrir el centro cultural Capilla del Hombre”.

El cuantioso patrimonio dejado por Guayasamín —su casa de tres mil metros, sus colecciones de autos, joyas que hacía a mano, y obras de arte, todo valorado en más de 50 millones de dólares— ha seguido en los tribunales ecuatorianos un largo proceso judicial entre los dos grupos de hermanos, los cuatro hijos de Maruja Monteverde y las tres hijas de Luce Deperon: Yanara, Shirma y Dayuma. Este conflicto terminó en buenos términos alrededor del 2012.

El pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin posa con el fondo de la "Capilla del Hombre" un museo diseñado por él, en Quito, en noviembre de 1998. [Foto: AFP]
El pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin posa con el fondo de la "Capilla del Hombre" un museo diseñado por él, en Quito, en noviembre de 1998. [Foto: AFP]

Más allá de las controversias, Verenice Guayasamín se ha dedicado a la curaduría de las obras de su padre. Ella será la encargada de montar (ver recuadro). “Su expresionismo no tiene que ver tanto con el arte europeo —explica—, sino que está más enraizado en la práctica pictórica ancestral americana. Él decía que provenía de Sechín”. Esto a raíz de un viaje que realizó el artista por todos los sitios prehispánicos peruanos, desde Tumbes hasta Cusco. “Fuimos en dos camionetas —evoca Verenice—, con el pintor peruano Víctor Delfín. Mi padre estaba realmente impresionado con esos muros tallados, con esas cabezas cortadas, de las cuales chorreaba la sangre. Él decía: ‘Mi expresionismo viene de ahí’”.

Por eso en muchas entrevistas, cuando le preguntaban desde cuándo pintaba, Guayasamín respondía sin inmutarse “desde hace cuatro o cinco mil años”.

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“Claro que recuerdo ese viaje”, dice el maestro Delfín, uno de los grandes amigos del artista ecuatoriano. No solo trabajó con él en varias ocasiones, sino que una obra suya se encuentra en un lugar importante de la Capilla del Hombre. “Oswaldo era un peruanista”, afirma. “Nosotros íbamos a hacer un trabajo juntos en los bosques de Chapultepec, en México, pero se truncó. Entonces le propuse hacer ese viaje. Entramos por Tumbes, luego seguimos por Cajamarca, vimos el Cuarto del Rescate, y bajamos un domingo a Lambayeque. Todo estaba cerrado; pero, cuando oyeron que venía con el pintor Guayasamín, las puertas se abrieron. Visitamos el museo Brüning, luego pasamos a Chan Chan y después a Sechín. Cuando llegamos a Lima, le dije: ‘Oswaldo, ya no tengo energías para seguir al Cusco, vayan ustedes’. Pasaron la noche en mi casa, y, a la mañana siguiente, él y su familia partieron al sur”.

Sobre la relación de Guayasamín con el Perú, Delfín cuenta dos anécdotas más: en 1975 se inició una campaña para ayudar a María Reiche a construir un mirador en la pampa de Nasca, y Delfín pensó que Guayasamín podía ayudar. “Lo llamé y me dijo: ‘Para el Perú lo que quieras’. Donó uno de sus cuadros para que fuera subastado y así se pudo completar los fondos para construir esta obra”. El segundo hecho se produjo en 1995, durante el conflicto con el Ecuador. En ese momento álgido, el poeta Arturo Corcuera pensó que sería una buena idea que Delfín y Guayasamín se dieran un abrazo en la frontera como un gesto simbólico de paz. “Otra vez lo llamé a su casa en Quito y, felizmente, lo encontré, porque solía parar de viaje, y le pareció bien. ‘Formidable’, me dijo, ‘que sean cuatro artistas’. Así fue como Leslie Lee, Enrique Polanco, Corcuera y yo viajamos a la frontera y nos abrazamos con Guayasamín, quien estaba con su gran amigo, el poeta Jorge Enrique Adoum y otras dos personas más”, recuerda el peruano.

Luego, Delfín acota: “Oswaldo era muy cálido, pero hay gente que habla mal de él solo porque logró tener éxito”.

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La obra de Guayasamín se divide en tres etapas marcadas. La primera se inicia en 1945 con la serie Huacayñán, que se puede traducir como ‘camino de lágrimas’. La trabaja después de un recorrido por gran parte del continente, hasta la Patagonia, y se compone de 130 cuadros enormes, en los que retrata a indios, negros y mestizos, y perfila ese estilo que se convertirá en su sello de identidad: las figuras alargadas, una paleta reducida de colores, y la marcada y pétrea expresión de rostros y manos. Ahí parece estar lo mejor de su producción. Como dice el crítico peruano David Flores-Hora, “la obra de Guayasamín puso en evidencia esa relación de Latinoamérica con los procesos de violencia y dolor”. En su opinión, “el artista quiteño supo asumir con vehemencia la modernidad sin perder el vínculo con sus raíces”.

A fines de los cincuenta, Guayasamín empezó otro conjunto que tituló La edad de la ira, en el que testimonió el violento siglo XX desde la aterrada mirada de sus víctimas. Finalmente, en la última etapa de su vida, hizo Mientras vivo siempre te recuerdo, una serie de cuadros de formato menor, conocida también como La edad de la ternura. Con tonos rojos, violetas, naranjas y amarillos, el artista rindió tributo a su madre, a esa mujer humilde que —como lo contó muchas veces— lo apoyó siempre en su carrera de artista frente a la oposición de su padre.

Pero, más allá de dichas obras, están sus cientos de retratos, sus grabados, sus esculturas y sus monumentos en Guayaquil y Quito, además de sus murales en el Palacio de Gobierno y en el Congreso ecuatorianos; en la sede de la Unesco, en París; en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y sus muchísimos dibujos —que según su hija Verenice llegan a las 10 mil piezas—. Guayasamín fue un artista excesivamente productivo que fue construyendo su propia mitología: el padrinazgo de Rockefeller cuando era un desconocido; su amistad con Neruda, con quien se convirtió en un empedernido bebedor de vino; su relación incondicional con Fidel Castro, a quien retrató en cuatro ocasiones.

En 1955, recibió el Gran Premio de la III Bienal Hispanoamericana, en Barcelona, y en 1956, el Gran Premio de la Bienal de São Paulo. Aun así, la escena cultural ecuatoriana podría dividirse en dos grupos: quienes lo ven como un artista de culto, y los que se han dedicado a denostar su obra. Una de las más conocidas detractoras de Guayasamín en el ámbito latinoamericano fue Marta Traba. En su conocido libro Mirar en América —coescrito con Ana Pizarro—, la crítica reconoce que su obra siguió “una parábola exitosa”, pero advierte que su indigenismo es particular y demagógico, y que no alcanzó el nivel que tuvo, por ejemplo, la obra de José Sabogal, Julia Codesido o Camilo Blas.

Alguna vez, le preguntaron a Guayasamín qué opinaba de los críticos. Su respuesta fue simple: “No los leo”. Probablemente no tenía tiempo. Si algo es indiscutible es que tuvo disciplina y constancia infinitas. Decía que pintaba desde los diez años y nunca había dejado de hacerlo. Sobre sus inicios, recordaba una anécdota que nadie sabe si era cierta o no —su hija Verenice jura que es verdad—, pero que evidencia la forma en que asumía su arte: una tarde se encontraba pintando un paisaje y no hallaba el tono exacto para colorear el cielo. Entonces su madre —que estaba dando de lactar a uno de sus hermanos pequeños— le dio un chorro de leche de su pecho. En esa mezcla primigenia —aseguraba— estaba la esencia de su pintura, una obra que lo llevó de la ira a la ternura, como se titula la muestra que esta semana se inaugura en Lima.

DE LA IRA A LA TERNURA

Por primera vez se exhibirán en nuestro país 37 grabados realizados con las técnicas de serigrafía, litografía, aguafuerte y mixtas, representativas de dos de las etapas más importantes de Oswaldo Guayasamín: La edad de la ira y Mientras viva siempre te recuerdo. Como explica Verenice Guayasamín, son piezas que el artista trabajó en su taller en una edición limitada y a las que les puso su firma original. La exposición se inaugurará el jueves 17 de mayo y estará abierta al público hasta el 17 de junio, de lunes a domingo, de 10:00 a 22:00, en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú (av. Camino Real 1075, San Isidro).

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