Dice el psicoanalista Jorge Bruce que ninguna relación amorosa es inmune al daño. Sin embargo —y no es lo mismo—, hay personas para las cuales el daño es más bien esencial en sus relaciones amorosas. Para muchos, tal vez, esta puede ser una retorcida forma de ser feliz o de hacer felices a las patologías que nos acompañan. Para otros, si no duele, no es amor.
No es el propósito de este artículo explicar el amor: buena suerte para quien lo intente. El asunto está bastante idealizado, hasta la Real Academia Española cae rendida al intentar definirlo. Dice el Diccionario en su primera acepción sobre el amor: “Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. Y es esta idealización y sentido de insuficiencia lo que empuja a muchas personas a enredarse y permanecer por largo tiempo en dañinas relaciones de pareja. Podemos encontrar las raíces de ello en una fallida educación sentimental, creadora de arquetipos como “la ilusión de que la felicidad depende del amor de otra persona y no de la realización personal. O que la realización personal está en función de ser amado por una persona de características idealizadas”, dice Bruce. O en quimeras tales como la idea de que la mujer “puede cambiar al hombre”, hacer de él un sujeto a su medida o convertirlo en lo que ha soñado o en “lo que se supone debe ser”, más allá de lo que este, en su individualidad, aspire para sí mismo.
La cultura popular y su cuota en nuestra formación emocional también han alimentado la idea de que el amor dañino es idílico: como que si no fuera terrible y turbulento, si no implicase un poco de sufrimiento, sería menos apasionado, casi menos amor. Si no, basta contar los suspiros que han arrancado a miles a través del tiempo historias como las de Tristán e Isolda o Romeo y Julieta, o cualquier telenovela mexicana. Pero, pensando en frío, ¿qué tiene de romántica una relación que la pareja no puede vivir a plenitud y que acaba con la degradación o incluso la muerte?
Una relación tóxica no suele empezar como tal. Optar por permanecer en ella es resultado de un proceso en el que, al inicio, el agresor se muestra encantador. Así se va instaurando una situación de dependencia y sumisión. Dice el doctor Bruce que la identificación con el agresor hace que sucedan dos cosas: que se espere un cambio (el cual llega... transitoria, efímeramente, para luego regresar al maltrato); y que las personas se aferren a un clavo ardiente por sentir que no merecen algo mejor. “Aquí ingresan las racionalizaciones del tipo ‘si esto me sucede, debe ser porque me lo merezco’. Esta demolición progresiva de la autopercepción lleva a pensar que será imposible formar una mejor pareja y a temer a la soledad como algo peor que la situación de encierro”, añade.
Huyendo de la soledad o de la idea de ser seres incompletos, algunos optan por construir una bella falacia, aferrarse a ella y llamarla amor. Hemos seleccionado cuatro de ellas, famosas y ejemplares. Acompáñennos a conocer estas tristes historias.
Amor y destrucción: Rodin y Camille Claudel
“El respeto que tengo por tu carácter, por ti, mi Camille, es una causa de mi violenta pasión. No me trates despiadadamente. Te pido tan poco…”. Así se dirigía Auguste Rodin a su amiga, alumna, musa y amante, la también escultora Camille Claudel, durante los primeros años de su relación. El intercambio epistolar entre ambos, lleno de frases exaltadas, da cuenta de este vínculo tormentoso de trágico desenlace.
Cuentan los que saben que la relación duró alrededor de diez años, y que empezó cuando la talentosa y bella veinteañera Camille entró a estudiar escultura al taller de Rodin, donde destacó por su habilidad y creatividad. Pronto el maestro, 24 años mayor, le permitiría participar en sus más importantes trabajos, y pronto también la relación de mutua admiración, complicidad y apasionamiento artístico pasó del taller a la cama. El inicio fue auspicioso, pero el tormento reemplazó pronto la ilusión primaria: él estaba casado, tenía una amante estable, y nunca perdía la oportunidad de estar con otras mujeres, incluso delante de Claudel.
Las peleas, los ataques de celos y los escándalos fueron públicos y constantes. Ella era humillada constantemente. Él empezó a rebajar su trabajo, temeroso de que el talento de Claudel le restase reconocimiento al suyo. Claudel quedó embarazada, y Rodin la convenció de abortar con la promesa, incumplida luego, de casarse con ella. Tras este episodio, el vínculo se rompió y ella perdió de a pocos la cordura. Se encerró en su casa taller e inició un ciclo en el que, tan pronto creaba algo, lo destruía en medio de gritos y aullidos. Lo único que por entonces la conectaba con el mundo exterior eran las decenas de gatos que rondaban su hogar. En 1913 su familia decidió internarla en un hospital psiquiátrico del que no saldría jamás, a pesar de recuperar el juicio.
Dos películas de buena factura recogieron esta historia: La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988) con Isabelle Adjani y Gérard Depardieu, y centrada en la relación de los artistas; y Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont, 2013), protagonizada por Juliette Binoche, que cuenta la vida de esta ya en el manicomio.
Aunque en algún momento las familias de ambos trataron de negar la relación, las pruebas están, por si queda alguna duda, en el archivo del Musée Rodin, que guarda cinco cartas de él a ella y 15 de ella a él. En una de estas, Rodin dejó por escrito la promesa mil veces rota de que ella sería la única mujer de su vida.
Amor y deslealtad: Diego Rivera y Angelina Beloff
Antes de romperle sistemáticamente el corazón a la gran pintora Frida Kahlo o a la escritora Guadalupe Marín, el pintor mexicano Diego Rivera (1886 – 1957) hizo lo propio con la también pintora rusa Angelina Beloff, su primera esposa.
Querido Diego, te abraza Quiela (1978) es el libro de ficción epistolar escrito por Elena Poniatowska que desnuda esta relación de dependencia, autodestrucción y deslealtad. La obra está compuesta por 12 cartas y, aunque solo la última es real, esto no significa que presente la historia de un personaje que nació de la cabeza de la novelista. No. Lo que hace la Poniatowska es recoger, casi literalmente, los pedazos de Quiela (como llamaba Rivera a Beloff) para presentárnosla como una damnificada del amor que sentía por el hombre que la abandonó luego de convivir diez años en París. Tuvieron un hijo que luego murió de meningitis.
El libro desató gran polémica en México, pues desmitificó la figura de Diego Rivera. Ya no era el pintor-héroe, era un ser humano común y corriente, mujeriego y egoísta. Mientras su relación con los pinceles era de profundo respeto, con las mujeres era de profunda deslealtad.
“Te amo, Diego, ahora mismo siento un dolor casi insoportable en el pecho. En la calle, así me ha sucedido, me golpea tu recuerdo y ya no puedo caminar, y algo me duele tanto que tengo que recargarme contra la pared. El otro día un gendarme se acercó: ‘Madame, vous êtes malade?’. Moví de un lado a otro la cabeza, iba a responderle que era el amor”, se imagina Poniatowska que escribe Beloff, y no está lejos de la realidad. La última carta del libro, la real, escrita el 22 de julio de 1922, retrata el desamparo emocional en el que vivía la pintora rusa: “Ahora sé por Élie Faure de tu amor mexicano, pero mis sentimientos por ti no han cambiado ni me he buscado ni deseo yo un nuevo amor. Siento que tu amor mexicano puede ser pasajero porque tengo pruebas de que así suelen serlo”.
Bertram Wolfe cuenta en La fabulosa vida de Diego Rivera que en 1935, 13 años después de su última carta e impulsada por artistas amigos, Angelina Beloff viajó a México. No buscó a Rivera, pues no quería molestarlo. Cuando se encontraron en un concierto en Bellas Artes, él pasó a su lado sin reconocerla.
Amor y locura: Zelda y Scott Fitzgerald
Él, alcohólico; y ella, esquizofrénica. Él, celoso y posesivo; ella, caprichosa y volátil. Se casaron a inicios de los locos años veinte. ¿Qué podía salir bien? Ellos creyeron que todo, lo mejor que salió de esa relación fue su literatura. El escritor estadounidense Francis Scott Fitzgerald y su esposa Zelda Sayre vivieron, en Nueva York primero y en París después, un amor caracterizado por la pasión y los excesos.
La muerte de la mariposa. Zelda y Francis Scott Fitzgerald, de Pietro Citati (2017), y Querido Scott, querida Zelda. Las cartas de amor entre Zelda y F. Scott Fitzgerald (2003) son dos libros que muestran los altibajos de esta relación. En ambos se hace palpable la complicidad de dos personas para las que el mundo, tal como lo conocían, nunca fue suficiente.
Fitzgerald conoció pronto el éxito con la publicación de A este lado del paraíso (1920), y eso los llevó a vivir una serie de desenfrenos, derrochando dinero en noches de fiesta y lujos. La vida de los Fitzgerald es un relato de ascenso y caída. Como señaló Pietro Citati, se trata de “el éxito precoz que tiene como secuelas la impotencia y el rápido descenso a la oscuridad y el olvido, que Fitzgerald conoció en sus años finales, en los que se ganó la vida como guionista en Hollywood. Esto, en el terreno de las relaciones personales, suele traducirse en todas las confusiones e inseguridades en las que es capaz de sumirse la psique humana”.
Zelda intentó sin éxito convertirse en estrella de la danza, mientras la fama y la popularidad de Scott crecían. No lo consiguió, y esto hizo más grande su permanente inseguridad. Se refugió entonces en la escritura. Hemingway decía que estaba celosa del talento de su marido, pero lo cierto es que fue este quien se opuso a que ella utilizara pasajes de su vida en común para su literatura, mientras él lo hacía sin ningún problema. En el intermedio de su caída, Zelda le fue infiel a Fitzgerald con el aviador francés Edouard Jozan. “Supe que había pasado algo que nunca podría repararse”, escribió él.
Scott Fitzgerald murió de un ataque al corazón mientras escuchaba un partido de fútbol. Ella no asistió a su funeral. Falleció ocho años después, calcinada, cuando se incendió el hospital Highland, de Asheville, Carolina del Norte, Estados Unidos.
Amor y humillación: Orson Welles y Rita Hayworth
Cuando Barbara Leaming, periodista estadounidense especialista en biografías, se propuso escribir sobre la vida de Rita Hayworth, conversó con Orson Welles y le comentó que la actriz siempre había dicho que sus cuatro años de matrimonio fueron los más felices de su vida. Welles respondió: “Si aquello fue felicidad, imagine cómo fue el resto”.
Rita Hayworth alcanzó la gloria con la famosa escena en la que hace el striptease de un guante en la película Gilda (1946). Pero para entonces ya era una de las actrices más emblemáticas de la ahora llamada época dorada de Hollywood, una de las más asediadas y una de las más deseadas.
Orson Welles se fijó en la hermosa pelirroja al verla en la portada de una revista, y dijo casi de inmediato que se casaría con esa mujer. Ella fue notificada casi en el acto del interés del director, aunque no lo tomó en serio. Pero, ante su insistencia, aceptó salir con él. En poco tiempo empezó su relación, la que los llevaría a un matrimonio de cuatro años (1943 – 1947) de constante conflicto y amargura.
Cuando la prensa hollywoodense se enteró de la relación, los bautizó como “la bella y el genio”. Años más tarde, Welles llegó a decir que “todas las mujeres son brutas, pero Rita es la más bruta de todas”. La ilusión inicial del director por la belleza de su compañera se desvaneció rápidamente. En el hogar ella era tímida, insegura, y no poseía la gran personalidad que reflejaba en la pantalla. Él, por su lado, bebedor y mujeriego, prefería propiciar una pelea para poder huir por las noches de su hogar.
El nacimiento de su hija Rebecca no salvó al matrimonio del desastre. Las intensas discusiones continuaron. Tal vez influyó en ello el hecho de que, al mismo tiempo que la carrera artística de ella ascendía, la de él caía de forma pronunciada. El director de Ciudadano Kane (1941) no podía pasar esto por alto. Entonces, buscando rentabilizar la fama de ella y el talento de él, y tal vez una redención para el matrimonio sin amor, decidieron hacer una película juntos, La dama de Shanghái (1947). El rodaje no fue fácil, pues las exigencias del director sobre Hayworth fueron excesivas. Para la grabación, la obligó a cortarse la melena pelirroja y teñirla de rubio. La película no tuvo la repercusión esperada en ese momento —hoy es uno de los trabajos más celebrados de Welles—, y este fracaso precipitó el divorcio.
La película trata de una mujer que engaña a su marido y que se ve involucrada, junto con su amante, en un enredado asesinato. Si bien se enmarca en el rubro del cine negro con una historia detectivesca, el guion (como todas las creaciones de Orson Welles) nos muestra a personajes complejos. En este caso, con un mundo interior podrido, muy bien reflejado en una sucesión de diálogos entre dolorosos y cínicos y apoyados en un gran trabajo de cámara, otro sello del director. Pero toda esta historia se puede convertir, sin mucho esfuerzo, en metáfora del matrimonio roto en la vida real. Por ejemplo, es imposible ver la magnífica escena del salón de los espejos sin pensar en cuánta lástima pudo Rita Hayworth sentir de sí misma, cuánta ira reprimida puede haber cargado Orson Welles, cuan simbólica puede ser la ficción, y sin embargo cuánto puede servir para lastimar al otro. Aun así, Rita Hayworth no solo se refirió a esos cuatro años como felices, sino que dijo siempre que Welles fue el gran amor de su vida. Amiga, date cuenta.