El siglo de María Rostworowski
El siglo de María Rostworowski
Jorge Paredes Laos

“Espero celebrar mis cien años sentada en este mismo sofá”, le dijo María Rostworowski a la periodista Nelly Luna Amancio en agosto del 2011, cuando tenía 96. No sé si hoy María estará sentada en ese sofá de su sala que tanto le gusta, y desde donde a través de la ventana puede contemplar la calle Ignacio Merino y el cielo de este impredecible invierno limeño. El próximo sábado 8 de agosto ella celebrará su cumpleaños número cien. No se encuentra muy bien de salud. Vive con su única hija, Krysia, y recibe a muy pocas personas. Cuando uno pregunta qué tiene, le responden “cien años”. Suficiente para entender que esta mujer, que abrió tantos caminos de investigación sobre nuestro pasado e inspiró a varias generaciones de historiadores, arqueólogos, antropólogos, sociólogos y psicoanalistas, hoy prefiera el silencio, el reposo y la tranquilidad. 

     La imagen que guardo de ella es la de una mujer menuda. Liviana pero fuerte. La recuerdo de pie, sonriente y cordial, esperándome en el pasillo del segundo piso del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), su segunda casa. Era una mañana luminosa de enero y yo buscaba información sobre la Lima prehispánica, un tema que a María siempre le había apasionado. Entonces tenía ya 89 años, pero se movía con agilidad y su mente fijaba con precisión nombres, fechas y lugares. Cuando hablaba, movía con insistencia las manos, como si quisiera dibujar en el aire sus ideas y recuerdos. 

     Entonces me contó con detalles las veces que caminó por los campos de Collique y Canta, y por las lomas tras Pachacámac, lugares que conocía al detalle. Los recorrió de palmo a palmo entre los años sesenta y setenta, cuando ningún investigador prestaba atención a la costa central ni a las etnias, pueblos y señoríos que la habían habitado antes de la llegada de los españoles. “Es una pena —me dijo—, que los limeños no conozcan su historia. Desde mucho antes de que llegaran los españoles e incluso los incas, este valle parecía un vergel por la cantidad de árboles frutales y ornamentales”. 

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María nació en 1915 en Barranco, en los tiempos en que ese lugar era un balneario casi idílico rodeado de chacras. Ella solo recordaba fogonazos. “Una calle y al fondo mucha luz”, le dijo al historiador Rafael Varón en una extensa entrevista publicada en 1995, con ocasión de sus 80 años. Su padre era polaco y su madre puneña, y ese origen entre dos mundos marcó desde temprano su existencia. 

     Varón ha sido uno de sus colaboradores y discípulos más cercanos, y en esa prolongada charla la historiadora repasó su larga vida, desde su viaje a Polonia, a los cinco años, llevada por su padre; hasta su retorno al Perú y su ingreso a la vida académica, gracias a su incansable formación autodidacta. “María sentía un gran aprecio por su padre, una persona con unas características particulares, un agricultor noble que sentía una especie de agitación por la vida. Su mamá era muy afectuosa también, pero muy calmada. También recordaba con afecto y dolor a su hermana, su única hermana, que falleció muy pequeña (María tenía entonces ocho años), hecho que le dejó una huella muy marcada para toda la vida”, evoca Varón. 

     Los recuerdos europeos de María están asociados al campo y los viajes. Como a su madre no le gustaba el frío de Polonia, su padre compró una hacienda cerca de la Costa Azul francesa, que ella siempre identificó como “la patria” de sus primeros años. Entonces el Perú era para ella “solo un punto de interrogación”, imaginado apenas por los relatos de su madre, quien descendía de una familia que había hecho fortuna llevando recuas desde Puno hasta Tucumán. 

     Casi no fue al colegio. Aprendió a leer y escribir en francés con institutrices particulares. A los 13 años recién se pudo inscribir en un internado inglés. Pero no se acostumbró al sistema escolar. Luego pasó a otra escuela en Bruselas. Su único refugio fueron entonces los libros que desde chica leía con avidez. Clásicos franceses, textos sobre el medioevo, el arte romántico, el gótico. “Yo leía de todo, porque encontré que los antiguos dueños de la hacienda habían dejado una biblioteca en el segundo piso de la caballeriza. Había una puertecita que un día encontré, y me metí. Resulta que era un cuarto grande lleno de libros, con ventanas y luz; me hice un nido, todo de paja, lindo. De ahí creo que me gusta tanto escribir y leer en la cama”, contó en aquella entrevista de 1995. 

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Regresó al Perú en 1935 casada con un joven noble polaco. Pero esta unión no prosperó y al poco tiempo la pareja terminó divorciándose. Él marchó a la guerra en Europa, y ella, con su pequeña hija, volvió a vivir bajo la tutela del padre, quien había vuelto a radicar en nuestro país. 

     En esa época Ancón era un lugar de descanso, apenas agitado en los meses de enero y febrero, cuando algunas familias limeñas iban a pasar el verano. Ahí, en una pensión llamada Paulita, María conoció al empresario Alejandro Diez Canseco, hijo de un político sanchezcerrista. Se enamoraron y se casaron en medio de una ola de murmullos. “Creo que fue el segundo o tercer matrimonio en Lima de gente divorciada”, ha contado ella. 

     La pareja realizó intensos viajes por el interior del país y juntos fueron descubriendo el Perú. Sus lecturas continuaron. A María le sorprendió un libro de Markham sobre los incas —sobre todo porque hablaba mucho de Pachacútec y Túpac Yupanqui— y luego otro de Riva Agüero. Era invierno y María se reponía del paludismo en Ancón. Solía leer mucho y no despegaba los ojos del libro de Riva Agüero, cuando alguien la interrumpió. Era Raúl Porras Barrenechea. La madre del historiador tenía una casa en el balneario y él solía almorzar también en la pensión Paulita. A Porras le debe haber sorprendido esta joven de rasgos europeos absorta en la lectura de un autor que por entonces ya era una celebridad. Se conocieron, conversaron y ella tuvo la osadía de contarle que planeaba escribir una biografía de Pachacútec. Esto cambió el rumbo de su vida. Porras ordenó sus lecturas, le hizo descubrir a los cronistas, le enseñó a fichar —fichas que ella guardaba en cajas de zapatos— y la comenzó a guiar en un trabajo intelectual que sería determinante.

     Con el tiempo, María lo invitaba a cenar a su casa. Le hacía pastelitos y tomaba apuntes apuradamente de todas sus indicaciones, mientras el maestro se paseaba por su sala dando largos pasos. Porras cedió ante su persistencia y la animó a asistir a sus clases en San Marcos. Después la ayudó a sacar libros de la biblioteca, y finalmente le propuso que sea alumna libre de la universidad. María no tenía documentos para demostrar todo lo que había estudiado —su internado inglés había cerrado por la guerra— ni mucho menos todo lo que había leído.

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En 1952 ya tenía listo su libro "Pachacutec Ynca Yupanqui". El trabajo había sido realizado con dedicación a partir de múltiples lecturas y visitas a archivos. Fue recibido con entusiasmo por Porras, quien propuso a María para el Premio Nacional de Historia Inca Garcilaso de la Vega. La comisión, integrada por Manuel Moreyra, Alberto Tauro del Pino, Aurelio Miró Quesada y el propio Porras, le otorgó el premio. Pero el gobierno de Odría no reconoció la resolución y por conveniencias políticas se lo entregó a otra persona. Para paliar el escándalo le ofrecieron publicar el libro. María se lo contó a su esposo, y este le dijo tajante: “No aceptes, yo te lo publico”. 

     Así apareció un año después uno de los hitos de la historiografía peruana. Un estudio minucioso de la figura del inca que trasciende la simple biografía para adentrarnos en la historia del Tahuantinsuyo. Un libro que abre un nuevo camino y que llevó a su autora a persistir en sus lecturas de los cronistas y, sobre todo, a recorrer archivos en el Perú y el extranjero, donde cada documento que hallaba se convertía en material para una futura publicación. Ahí se produjo un quiebre con Porras: mientras este la alentaba para que volviera sus ojos a lo colonial, María insistió en el mundo andino para revelarnos una historia que hasta entonces era más idealizada que estudiada en serio. 

     “Fue en primer lugar una impulsora de la etnohistoria. Es difícil hacer una selección, pero, desde mi interés personal, diría que una de sus grandes investigaciones fue sobre las estructuras andinas de poder”, comenta Liliana Regalado, historiadora de la Universidad Católica. 

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La repentina muerte de Alejandro Diez Canseco la llevó por otros rumbos. Salió, conoció a otros investigadores, mantuvo correspondencia con John Murra y John Rowe, y reforzó su interés por lo peruano. En 1963 conoció al antropólogo José Matos Mar y a Rosalía Ávalos, quienes la invitaron a una reunión en Huampaní, donde un grupo de investigadores planeaba crear un instituto. Era la única mujer. En la mesa estaban José María Arguedas, John Murra, Aníbal Quijano, Luis E. Valcárcel y el propio Matos Mar.

     Su relación con el IEP ha sido larga y fructífera, sobre todo después de la publicación de Etnia y sociedad, en 1977, su selección de artículos que definieron la centralidad de la costa peruana en la cultura andina. Entonces Matos Mar la invitó a formar parte del equipo de investigadores. Le dio libertad absoluta y ella publicó dos libros en tres años. Cuando estaba a punto de partir, Matos la detuvo y le dijo: “Quédate y escribe una historia del Tahuantinsuyo”. María creyó que estaba bromeando. “Uy, qué pesado”, fue lo primero que se le vino a la mente. Solo atinó a decirle que lo pensaría. En ese momento no lo sabía, pero ese fue el inicio de su obra mayor. Efraín Gonzales de Olarte, director general del IEP por esos años, recuerda: “Llegaba a las ocho y media de la mañana y se iba a las doce del día. Mi oficina estaba al costado de la suya, y a media mañana venía con su té verde, y yo me tomaba mi cafecito”.

     "Historia del Tahuantinsuyu" es hoy el libro más vendido y reeditado del IEP y uno de los más importantes de las ciencias sociales peruanas. De 1988 a 1996 tenía ya seis reimpresiones. “Casi olíamos que iba a ser un éxito porque se necesitaba una historia menos anecdótica, basada más en la investigación, en la arqueología y la etnohistoria. Y María logró hacer todo eso”, agrega Gonzales de Olarte. Podríamos decir que el libro no fue producto de una formación específica, sino de una intuición multidisciplinaria. De un sólido manejo de las fuentes escritas: las crónicas, las actas judiciales, las visitas y los censos. 

     Mucho tiempo después, entrada la primera década del 2000, la investigadora Carolina de Belaunde recordará el incansable sonido de su máquina de escribir. María nunca usó computadora. “Allí la encontré, cálida, dispuesta a escuchar diversas consultas y dudas, interesada en promover la investigación en los jóvenes, más aún si eran mujeres”, rememora.

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El psicoanalista Max Hernández la recuerda de pie en lo alto del templo de Pachacámac, leyendo a viva voz la crónica del español Miguel de Estete. Eran los aciagos tiempos de la violencia política y él, junto con sus colegas Moisés Lemlij y Alberto Péndola y el antropólogo Luis Millones, habían sido convocados por ella para trepar hasta lo alto del templo prehispánico y entender, de esta manera, con la fuerza del viento y el magnetismo del lugar, algo de la mentalidad andina del siglo XIV.

     Como dice Lemlij, ella se convirtió en la sacerdotisa del grupo. Los convocaba cada miércoles en su casa, a la hora de almuerzo, para conversar, discutir y estudiar los mitos y las crónicas coloniales. Así nació el Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos. Un día que las discusiones no llegaban a ningún lado, ella sacó un vodka polaco, uno muy fino que tenía una hierba especial que comían los bisontes, y eso inspiró a todos. 

     “Con su guía fuimos adentrándonos en dimensiones importantes de nuestro ser nacional”, comenta Max Hernández. “Fue gracias a María que pude tener una referencia fundamental de los últimos incas, y el hecho de que me impulsara a leer "Dioses y hombres de Huarochirí" me sirvió también para conocer el sustrato precolombino de Lima”.

     En un trabajo conjunto rara vez visto en las ciencias sociales, Rostworowski, Hernández, Lemlij, Péndola y Millones publicaron a diez manos algunos libros que explican de manera novedosa esa persistencia de lo andino en nuestra sociedad, como "El umbral de los dioses" y" Entre el mito y la historia, psicoanálisis y pasado andino". Miradas al pasado desde el presente desafiante. 

     Resulta imposible resumir todos los aportes que María Rostworowski ha hecho al conocimiento de nuestra historia. Entre sus múltiples trabajos están los dedicados a Francisca Pizarro, la hija mestiza del conquistador, que era la antítesis de Garcilaso, alejada de todo lo andino y separada de su madre después de la lactancia; o sus hallazgos sobre los matriarcados en la costa norte; o su comentado libro sobre los soterrados vínculos milenarios entre el dios de Pachacámac y el Señor de los Milagros. 

     Con los años, ella también ha sido la abuela que les contaba relatos andinos a sus nietos, y que luego se han ido transformando en inspirados libros para niños; en la FIL se presentaron "Cuentos de los Andes" y "El origen de los hombres y otros cuentos del antiguo Perú". Una pensadora independiente, como ha destacado Julio Cotler, que ha recibido el grado de doctor honoris causa de seis universidades sin haberse matriculado jamás en ninguna, y cuya existencia centenaria ha sido y es una constante fuente de aprendizaje y asombro. 

Testimonio:

Las llaves del pasado, por Moisés Lemlij
Éramos un mixtum compositum: una historiadora, María Rostworowski; un antropólogo, Luis Millones; y tres psicoanalistas: Max Hernández, Alberto Péndola y yo. No recuerdo cuál de ellos me convocó a principios de los ochenta, pero lo cierto es que fue alrededor de la mesa de la casa de María en Ignacio Merino que se gestó el Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos (Sidea). El primer paso fue establecer una metodología. Los psicoanalistas generalmente trabajamos con los sentimientos y las respuestas de los pacientes. En este caso analizamos las reacciones que cada uno de nosotros presentaba frente al material. 
    
Nos fuimos adentrando así en los vericuetos de la sociedad andina guiados de la mano por María. Que las reuniones se llevaran a cabo en su casa es claro indicador de quién iba tejiendo con su sabiduría los insights grupales en torno a cuatro hitos: el mito de los orígenes del Tahantinsuyu; la expansión del Estado inca con Pachacútec, que implicó un cambio de dioses; la caída y destrucción que significó la llegada de los conquistadores; y la esperanza de renacimiento que se expresa en el Taki Onqoy. 
    
Nunca podré agradecer lo suficiente a María por habernos abierto con tanta generosidad y entusiasmo las puertas de la enigmática historia andina cuyas llaves posee. Es una deuda incalculable que no solo sus colegas y amigos del Sidea sino todos los peruanos tenemos con ella. 

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