“No soy un profeta”, solía decir. Pero con su mirada penetrante y su rebelde aureola de pelos blancos, este viejo sociólogo polaco, que de niño había escapado del nazismo y de grande tuvo que huir del antisemitismo de los comunistas en su país natal, era una especie de visionario, un crítico de esta aldea global marcada por la inestabilidad del cambio de siglo. Hasta el último día de sus 91 años de vida, escribió y estuvo alerta a las transformaciones del mundo contemporáneo. Si algo caracterizó a Zygmunt Bauman fue su enorme lucidez, además de su capacidad para construir metáforas. Frases que eran como llaves para entender eso que sucedía a nuestro alrededor y que él explicaba en libros y entrevistas.
Entrevista a Zygmunt Bauman realizada en el año 2009.
Su concepto de modernidad líquida fue uno de sus grandes aciertos. Nada parece explicar mejor este momento en que todo se vuelve incierto y precario, que esta idea de lo líquido que sustituye a lo sólido, cuando los compromisos y paradigmas comienzan a disolverse en una era de vínculos cada vez más elusivos y frágiles: desde el amor hasta los pactos políticos. Así escribió una serie de libros que explican los signos de esta nueva realidad. Desde el célebre Modernidad líquida, publicado en el 2000, hasta otros sugestivos ensayos posteriores titulados Amor líquido, acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Tiempos líquidos, vivir una época de incertidumbre y Miedo líquido, la sociedad contemporánea y sus temores.
“La gente vive una desoladora contradicción —dijo en una entrevista—, está ávida de relacionarse pero a la vez temerosa de establecer vínculos fuertes. Se conforma, entonces, con amores líquidos, inconsistentes, que no requieren de mayores obligaciones”. Y en un pasaje de Modernidad líquida estableció en las figuras de Nelson Rockefeller y de Bill Gates este cambio de mentalidad. Mientras que para el magnate del siglo XX el poder estaba en los pozos petroleros, los edificios gigantescos, las maquinarias y los ferrocarriles, es decir en todo aquello destinado a permanecer, para el hombre de la era de Internet, su fortuna se centraba en lo efímero, en su capacidad para construir y destruir sus propias creaciones en un culto casi paranoico por lo nuevo.
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Zygmunt Bauman junto al sociólogo francés Alain Touraine, durante la ceremonia de premiación del Príncipe de Asturias, premio que se entregó a ambos el año 2010. (Foto: AFP)
Bauman nació en Poznan, Polonia, en 1925. Un pueblo de artesanos y campesinos, donde —decía— la felicidad consistía en crear lazos fuertes basados en la solidaridad y el trabajo. Pero ese mundo idílico cambió pronto con el auge del nazismo. Sus padres eran judíos y, aunque no eran practicantes, tuvieron que huir hacia la Unión Soviética tras la invasión alemana. Tiempo después, el joven Zygmunt participó en el frente y una vez terminada la guerra recibió una medalla por su valor.
En esos años, volvió a Polonia y encontró un país devastado. Compartió entonces la ilusión que despertó el comunismo —la entrega de las tierras a los campesinos y de las fábricas a los trabajadores—, y se convirtió en funcionario de los servicios de información. El desencanto ocurrió dos décadas después, cuando recrudeció el antisemitismo en su país a causa del conflicto árabe-israelí, durante la famosa Guerra de los Seis Días. Era 1968 cuando renunció al Partido de los Trabajadores polaco y fue expulsado de su puesto como profesor en la Universidad de Varsovia. Desde ese momento su prestigio intelectual fue en aumento. Después de algunas cátedras en universidades de Israel y Estados Unidos, llegó a la ciudad de Leeds, en el Reino Unido. Comenzó a enseñar sociología en la universidad local, empezó a publicar sus libros en inglés, y nunca más abandonaría este ayuntamiento levantado en piedra a mediados del siglo XIX, durante el auge de la Revolución Industrial. Aquí vivió por más de 40 años y siempre dijo que Leeds significaba ese universo sólido que la sociedad líquida había dejado atrás.
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Comentario de Zygmunt Bauman al documental In the same boat de Rudy Gnutti, película que explora los efectos de la globalización.
En una de sus últimas entrevistas, dada un mes antes de morir, Bauman le comentó al periodista del diario El Mundo: “He de admitir que hay muchas formas de ser feliz. Y hay algunas que ni siquiera probaré. Pero sí sé que, sea cual sea tu rol en la sociedad actual, todas las ideas de felicidad siempre acaban en una tienda”. A pesar de sus ataques de tos y de sus problemas cardiacos, no había perdido la lucidez. Después de todo, lo mejor de su producción intelectual lo había realizado cuando ya era un anciano irónico que no dejaba de viajar ni de dictar conferencias.
En el 2014 publicó ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, en el que expresaba su desencanto por el neoliberalismo; el año pasado abordó el problema de la migración en Extraños llamando a la puerta, y vaticinó el fin de los Estados nación en Estado en crisis, libro que editó en coautoría con Carlo Bordoni. Bauman esperaba poner en librerías un nuevo ensayo este año pero su corazón se detuvo de pronto el lunes pasado. Entre sus últimas declaraciones, surge esta frase, tomada del pensamiento chino, como mensaje póstumo: “Si piensas en el próximo año, planta maíz. Si piensas en la próxima década, planta un árbol. Pero si piensas en el próximo siglo, educa a la gente”.