(Ilustración: Manuel Gómez Burns)
(Ilustración: Manuel Gómez Burns)
Enrique Planas

­­­—El verdadero héroe­­—
Joaquín acaba de cumplir cinco años. Y ya hace buen tiempo que heredó de mí el gusto por las historias de superhéroes. En el cine, nos hemos columpiado de los edificios al lado del Hombre Araña, protegido de las balas tras el escudo del Capitán América, enfundado en la armadura de Iron Man para sobrevolar la isla de Manhattan. Quizás me adelanté en darle a conocer ese mundo porque, en el fondo, sueño con que mi hijo desarrolle el valor que yo no tengo. Quiero que sea mi propio héroe. Espero que, algún día, me salve de mí mismo.

Entre las muchas películas vistas, nada se compara, en mi aprendizaje como padre, a nuestra aventura con Linterna Verde. Pocas semanas antes del estreno, llegó a la redacción material promocional de la cinta dirigida por Martin Campbell y protagonizada por Ryan Reynolds. Uno de los objetos atrajo mi atención. Era una caja negra y brillante que, en su interior, guardaba el anillo que el extraterrestre Abin Sur le entrega a Hal Jordan en su último suspiro. Una pequeña y escondida fuente de luz cae sobre su poderosa piedra esmeralda, y el anillo en verdad parece contener todo el poder del universo.

Entonces preparo un plan. Leo con Joaquín historias de Linterna Verde, patrullamos juntos el Sector Espacial 2814 como parte de los Green Lantern Corps, la fuerza policial intergaláctica bajo las órdenes de los Guardianes del Universo. Y esperamos con ansiedad infantil el estreno de la película, que veremos siempre comiendo canchita y bebiendo chicha morada, como a él le gusta. Me gusta ver su rostro absorto, de ojos muy abiertos, casi sin pestañear, mientras en la pantalla la tierra nuevamente está en peligro y necesita un superhéroe. De vez en cuando me hace preguntas, comenta momentos divertidos y, en los más tenebrosos, evito la risa cuando lo veo taparse discretamente los ojos con las manos.

Pero lo que yo he estado esperando es el regreso a casa. Después de contarle entusiasmado su versión del filme a su madre, yo llevo a mi hijo a su cuarto, lo siento en su cama, y preparo una atmósfera teatral reduciendo la luz. Le digo que tengo una sorpresa para él. Le cuento la historia de un encuentro del tercer tipo y de un anillo que me ha sido entregado para defender la galaxia.

—Ahora el anillo es tuyo— le digo mientras abro la caja y veo cómo la energía verde baña su rostro. Incluso le propongo pronunciar juntos el juramento de los Linternas Verdes cuando cargan su anillo con la batería personal de poder: “En el día más brillante, en la noche más oscura, el mal no escapará de mi vigía…”.

Mi hijo contempla aquel símbolo de poder con fascinación, como si descubriera que su mayor fantasía se ha convertido en una realidad cercana al tacto. Sin embargo, su mirada cambia, y él me observa entonces con pánico. Sus manos cierran la caja y me la devuelve.
Y, como el hombre maduro que yo jamás seré, me responde: “No papá, mejor no. Es demasiada responsabilidad”.


­­­—El gran truco­­—
El escritor argentino Fabián Casas me contó esta historia: cuando era chico, cada mañana, no se perdía el programa del mago Fantasio que emitía la televisión porteña. Envuelto en su capa negra, era un tipo hermoso, de rostro cincelado como el de Sean Connery cuando interpretaba a James Bond. De todos los trucos que presentaba, había uno que maravillaba al pequeño Fabián: flanqueado por cinco niños por derecha y cinco por izquierda, Fantasio decía: “¡Ahora voy a pesar 200 kilos!” antes de lanzarse de espaldas. Como es obvio, los chicos no podían sostenerlo y caían todos con él. Luego, de nuevo en pie, repetía el acto reduciendo en cada intento el peso anunciado: 150 kilos, 100 kilos, 50 kilos, y vuelta al suelo sobre un colchón de niños felices. Hasta que llegaba el momento en que el prestidigitador juraba que pesaría lo que una pluma. Y, al lanzarse, en efecto, la pandilla podía sostenerlo en el aire, sin mayor esfuerzo. El hombre flotaba.

A Casas ese truco lo volvía loco. El juego de magia de Fantasio se vendía en los grandes almacenes y él le pedía a su padre que se lo comprara. Con el equipo que venía en la caja, podía cortarse un dedo y luego mostrarlo entero; sacar de su varita pañuelos rojos, azules y verdes; y un pájaro de papel aparecía de las profundidades de su sombrero. Pero nada sobre el truco de la levitación.

Pasó el tiempo y ya el niño se había convertido en un joven escritor.

Ocurrió en su club de natación, cambiándose en el vestuario antes de meterse al agua. Un comentario suelto, disparado al aire, llamó su atención. Alguien había compartido un chiste sobre Fantasio. Y él, que mantenía viva la flama de la curiosidad, recordó con sus compañeros el gran truco cuyo misterio nunca pudo resolver.

Entonces sucedió. Con una sonrisa, uno de los asociados del club se reveló: “Yo fui uno de los chicos que sostuvo a Fantasio”, dijo.

No lo decía por seguirle el juego. Era verdad. El muchacho recordó cómo, en la temporada de vacaciones, él y sus compañeros de reparto llegaban al canal por la mañana, se encendían las luces del estudio y se producía el programa en un set privado de escenografía. “¿Y cuál era el secreto del gran truco?”, preguntó Casas, con la ansiedad de quien ha esperado toda la vida aquella respuesta. ¿El tipo se sostenía de cables cuando se lanzaba? ¿Lo cargaban con ayuda?

“No había truco”, le respondió. De golpe, el tipo no pesaba nada.

Allí Casas terminó su historia. No hay trucos: es la vida la que escapa a nuestro sentido de la racionalidad. Un lapso extraño que nos rompe la rutina, que nos hace pisar terrenos extraños que recorremos apoyados en la intuición. Es el vértigo de la incertidumbre lo que la mirada del escritor intenta reproducir.

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