"El Almuerzo",un adelanto del nuevo libro de Ramón Bueno Tizón
"El Almuerzo",un adelanto del nuevo libro de Ramón Bueno Tizón

El celular sonó. Zamudio leyó en la pantalla el número de un teléfono fijo que no conocía. Pensó que podía ser su mujer, que lo llamaba desde la casa de una amiga para decirle que iba a llegar tarde a almorzar. Contestó. Una voz de hombre preguntó por su nombre completo.
     —Sí, soy yo —dijo Zamudio.
     La voz de hombre, áspera, casi militar, le dijo que lo llamaba del Hotel Pacífico. Le preguntó si pensaba renovar la habitación que pagó la noche anterior. Zamudio dijo que no. Volvió la vista hacia el monitor de la computadora. Tenía casi listo el proyecto del oficio para el ministro, lo terminaría antes de irse a almorzar. 
     —Entonces venga a recoger sus pertenencias, señor —dijo la voz.
     Zamudio respondió que no tenía nada que recoger. Quiso cortar y continuar con el proyecto del oficio. No quería tener pendientes para cuando regresara de 
almorzar. 
     —Quizás sean de su pareja, señor —insistió la voz—. Será mejor que venga.
     Ella lo había llamado el día anterior, por la tarde. Tenía la risa fácil y un acento indefinido. Le preguntó a Zamudio si esta vez, ahora sí, podrían verse. Zamudio respondió que sí, pero dependía de que su mujer fuese a la casa de su suegra. La muchacha se rio. Le dijo que le tenía una sorpresa.
     —Voy para allá.
     Zamudio cerró los ojos. Recordó que pagó la habitación con su tarjeta de crédito. Escuchó las voces de sus compañeros de oficina, las risas de las secretarias y el ruido de las combis en la avenida Salaverry. Pensó en el almuerzo, ya casi listo.
     —¿Una sorpresa? —rio Zamudio.
     Ella lo esperaba en el óvalo Higuereta con el cabello recogido y un bolso en la mano izquierda. Era muy alta, mucho más alta que Zamudio, y tenía la piel blanca y el cuello larguísimo. Subió al automóvil de Zamudio, con su olor a perfume francés, el mismo de siempre, invadiéndolo todo. Lo saludó como siempre lo hacía, ofreciéndole la mejilla contraria, el único beso posible sería el de Zamudio. 
     —¿A dónde me vas a llevar? —preguntó ella.
     Zamudio se levantó de su escritorio. Sin coger su saco, como si fuese a dirigirse al baño, salió de la oficina y caminó hacia los ascensores. Miró su reloj. Las doce y cuarenta. En la playa de estacionamiento, sintió sobre su rostro el sol de Lima en noviembre, cada vez más fuerte. El chico que lavaba los carros lo saludó. Zamudio le devolvió una sonrisa forzada. Cuando entró en su automóvil, le pareció sentir aún el olor del perfume francés.
     —¿Te gusta?
     La muchacha se había quitado la ropa y le mostraba un conjunto de lencería de encaje negro, con portaligas y medias, que acentuaba la blancura de su piel. Zamudio se acercó sin desvestirse. La envolvió en un abrazo torpe y apurado. Ella se dejó caer sobre la cama mientras Zamudio le besaba el cuello y los hombros.
     —Me encanta —balbuceó Zamudio.
     Antes de encender el automóvil, Zamudio la llamó desde su celular. No contestó. Intentó varias veces, incluso luego de arrancar. El automóvil de Zamudio salió del ministerio por la puerta de Pablo Bermúdez. Cruzó la calle, avanzó por detrás del edificio del Ministerio de Salud y dobló a la izquierda, hacia la Vía Expresa. Encendió el equipo de música. Lo apagó.
     —¿Te puedo pedir un favor?
     Los dos yacían sobre la cama, desnudos. Zamudio hacía zapping con el control remoto. Pensaba que debía llegar a su departamento y ducharse antes de ponerse la ropa de dormir y encontrarse con su mujer que estaría todavía en la casa de su suegra. La muchacha se incorporó sobre la cama. Zamudio vio sus pechos pequeños y firmes. Ella dijo que prefería no regresar a casa esa noche, que se había peleado con su mamá. Le preguntó a Zamudio si podría quedarse a dormir ella sola en el hotel, en esa habitación, total, la tenían disponible hasta el mediodía del día siguiente. 
     —Bueno —dijo Zamudio—. Por mí no hay problema.
     El cuerpo estaba desnudo, sin portaligas ni medias, en posición cúbito ventral sobre la cama y con el rostro vuelto a un costado. Ella parecía dormir. Zamudio avanzó unos pasos. Todavía olía al perfume francés. Zamudio supo de inmediato que no volvería a acariciar las nalgas que ahora veía más blancas que nunca, que no besaría más esos pechos que ya no podía ver. Uno de los policías se acercó. Usaba unos guantes blancos y traía el bolso que ella cargaba la noche anterior. 
     —Hernando Alberto Zamudio Paredes —la voz era la misma del teléfono, áspera, militar—. Lamento informarle que tendrá que acompañarnos.
Zamudio miró su reloj. La una y cuarto de la tarde. Pensó en su mujer, esperándolo en su departamento, con el almuerzo listo frente al televisor encendido.

Libro: La mujer ajena
Autor: Ramón Bueno Tizón
Editorial: Candaya
Páginas: 128

Vida & obra
Ramón Bueno Tizón

Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Lima, tiene una maestría en Leyes por la Universidad de Florida y otra en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Es autor de los libros de cuentos "Los días tan largos" y 
"La mujer ajena", publicado en España por la editorial Candaya, próximamente en Lima.

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