Bienal de Cuento Infantil: lee un fragmento del relato ganador
Bienal de Cuento Infantil: lee un fragmento del relato ganador

Tito, el rinocerontito, tenía un cuerno en la cabeza, también dos ojos y cuatro patas muy fuertes, como los unicornios. Eso veía todos los días en su reflejo de la laguna. Pero había aprendido, a través de los libros y sus imágenes, que los unicornios son unicornios no solamente porque tienen un cuerno, sino porque cuentan con dos ojos, cuatro patas… y un cuerpo esbelto. Y ese cuerpo es delgado y largo, blanco de blanquísimo y tan bonito.

Frente a su reflejo, Tito, el rinocerontito, veía un cuerno, dos ojos y cuatro patas, pero cuatro patas cortitas. Su cuerpo, rechoncho; su piel, oscura, negruzca; su imagen… Su imagen. Dudó, reflexionó, se miró, dio la vuelta, giró; lanzó unas sonrisas al espejo de agua. Su imagen no era... Dudó, reflexionó, se miró un rato más: la colita que se movía, las orejas también… Dudó, y al rato se decidió: su imagen no era agraciada. Pensó que era feo. No tanto como una hiena o un sapo, pero por debajo de un tigre de bengala o un halcón de garras inmensas. “Los unicornios, con su único cuerno, son lindísimos”, se dijo, muy triste. 

Estuvo afligido hasta que se le ocurrió la idea, la-idea, La-Idea, LA GRAN IDEA: haría cuanto fuera necesario para convertirse en unicornio.

Tito es el rinoceronte que quería ser un unicornio.

Al día siguiente, Tito, el rinocerontito, decidió que lo más sencillo era adelgazar, y eso haría primero. Lo de quedarse blanco de blanquísimo sería para después, cuando se le ocurriera cómo lograrlo.

— ¡¿Adelgazar?! —le preguntó su amiga Nayra, más incrédula que sorprendida. Sus ojillos brillantes reflejaban el amanecer; era una rinoceronta de mirada tan curiosa como inteligente, con un cuerno fino y centrado a la perfección en su cabeza. 
Tito respondió con una resolución que no conocía, que parecía la de un muchacho que está por madurar. Habló como si fuera otro: 

—Seré esbelto.

Los rinocerontes no hacen más ejercicio que embestirse unos a otros y pasear por las húmedas praderas; y si hay barro, la diversión está en revolcarse. Tito, el rinocerontito, quedaba marrón de pies a cabeza, y fresquísimo en el lodazal.

Ningún rinoceronte suele correr tanto; tampoco se apresuran para ir de un sitio a otro. La única vez que Tito vio al más viejo y sabio desbocar el paso fue cuando se prendió la hierba seca del matorral y estuvo a punto de comenzar un incendio. Aceleró como una fiera tras su presa. 

A Tito le impresionó que, con su inmensa sabiduría, y por encima de su notable vejez, ese gigante llegara hasta las llamas y apagara las lenguas de fuego a pisotones. Pocos jóvenes podían pisotear con esa resolución y sincronizar así las patas para moverse rápido. 

Decidió buscarlo y pedir, con la humildad del aprendiz, que le enseñara a trotar. Tito haría ejercicio.

El más sabio y viejo lo miró extrañado y le preguntó por qué deseaba aprender a trotar. 

Tito, el rinocerontito, procuraba decir siempre la verdad y, esta vez, curiosamente, notó que la verdad le daba un poco de vergüenza. No la verdad de que quería ser esbelto, sino la razón que impulsaba ese anhelo. 

—Porque trotando se baja de peso —le dijo, como disculpándose.

—¿Y para qué quieres bajar de peso? —consultó el más sabio y viejo, todavía extrañado. Tito, de tan emprendedor, no estaba recordando que los rinocerontes ni siquiera sudan.

—Para verme mejor —afirmó Tito con mayor seguridad, aunque reservándose el resto.

El más sabio y viejo no siguió con sus preguntas, porque las encontró algo prejuiciosas y quizá intolerantes. Pensó que tal vez estaba llegando a una edad en la que no empatizaba con los jóvenes. Sin embargo, debía intentarlo. “Eso es la sabiduría”, dijo para sí, satisfecho. 

—Muy bien. Yo te enseñaré —le respondió, imaginándose al galope con ese aprendiz.

Se sintió a gusto, menos viejo y todavía más sabio. [...]

El más sabio y viejo le mostró una hilera de árboles a lo lejos y le indicó que debía alcanzar el primero y volver. Que lo hiciera caminando, solo caminando. Y Tito recorrió de ida y vuelta. E hizo lo mismo durante días.

“Decepción”. No conocía esa palabra hasta que Nayra se la enseñó. Lo que Tito sentía era decepción, porque las enseñanzas del más sabio y viejo de los rinocerontes parecían de las más inútiles.

Los tres primeros días, Tito, el rinocerontito, fue y volvió del mismo primer árbol una infinidad de veces. El cuarto y quinto día, caminó de ida y vuelta pero más lejos, hasta el segundo árbol. 

No entendía, y estaba enfadado. ¿Cómo era posible que lo obligara a caminar cuando lo que necesitaba era trotar? Trotar es trotar. Trotar es para galopar, pensaba Tito, imaginando que era un unicornio en una pradera sin humedad ni lodazales. 

—Ten paciencia —le dijo Nayra la semana siguiente. Ella estaba segura de que el más sabio y viejo tenía un plan. Planificar era una de sus cualidades, y por cualidades así lo admiraban.

Había un plan. La semana siguiente, los recorridos de ida y vuelta llegaron al tercer árbol. Tito, el rinocerontito, sintió algo de cansancio por la distancia y hasta miedo de ir tan lejos. Cansancio, miedo y confianza. Comenzaba a comprender.

En la tercera semana, Tito fue y volvió sin trotar, y menos galopar, hasta el último de los últimos árboles de la hilera. Y además de cansancio, además de miedo, además de confianza, además de todo, experimentó orgullo. Orgullo porque se sobrepuso al agotamiento, orgullo porque venció el temor y orgullo porque entendió que las aves vuelan porque primero saben aletear. Él hacía algo similar.

—Mañana trotarás —le adelantó el más sabio y viejo, mientras aproximaba su cuerno al de Tito. [...]

Trotar no es correr, pero se le parece, ya que se avanza un poco rápido, a paso ligero como quien da saltitos, siguiendo el ritmo de las patas delanteras con las traseras. Así lo ejemplificó el más sabio y viejo de los rinocerontes a Tito. Y lo hacía bien.

Tito debía imitar esos movimientos hasta el primer árbol, y descansar. De ahí, seguir hasta el segundo árbol, y descansar. Descansar un rato largo, antes de regresar. 

—Gracias —le dijo Tito, el rinocerontito, al más sabio y viejo, justo antes de partir.

Tito tomó impulso con sus patas y, remolcando su macizo cuerpo, avanzó a buen ritmo, como saltando, buscando su más adecuada velocidad. Las ramas secas que se quebraban bajo su peso y el polvo que levantaba eran su paisaje de trotador. Estaba contento. Contento y cansado cuando llegó al segundo árbol.

Hay triunfos que se celebran tumbado en el suelo.

SOBRE EL AUTOR
Juan Manuel Chávez (Lima, 1976)
Estudió Literatura en la Universidad de San Marcos. En el 2002 obtuvo el Premio Copé de Plata en la XII Bienal de Cuento con el relato “Sin cobijo en Palomares”. Su libro "La derrota de Pallardelle" obtuvo una mención honrosa en el concurso de novela Federico Villarreal. Ha dictado talleres literarios, ha sido gestor cultural y ha conducido programas culturales en la radio. Sus cuentos han aparecido en colecciones en el Perú y el extranjero.  

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