"Corte alemán", un relato de José de Piérola
"Corte alemán", un relato de José de Piérola
José de Piérola

Hice el viaje más extraordinario de mi infancia en una antigua silla de barbero. En el pueblo había entonces solo dos peluquerías. La de mujeres quedaba a dos cuadras del mercado, y la de hombres quedaba en la Calle Comercio, la avenida principal, a media cuadra de la Plaza de Armas. En los días de semana, cuando había poca clientela, don Neptalí, el barbero, instalaba una silla en la vereda y se sentaba a tomar el sol, leyendo revistas en inglés. Con unas tijeras delgadas y una reluciente máquina Bressant había impuesto dos estilos en el pueblo. El que llamaba “largo”, que apenas llegaba a las orejas, pero que se podía peinar, era para los adultos. El «corte alemán», un corte al ras que apenas dejaba un mechón sobre la frente, era para los niños.

La primera vez que recuerdo haber entrado a la barbería de don Neptalí no fue para cortarme el pelo, sino para ver, con los compañeros de la escuela, los billetes que había coleccionado, según se decía, en sus numerosos viajes a ultramar. Nos dejó curiosear con la nariz pegada a la vitrina donde los exhibía antes de echarnos con sus manos olorosas a alcohol de barbero. En esa ocasión noté en la mesita de espera una revista Life que anunciaba la primera caminata espacial. Quedé fascinado ante la ingravidez del abultado uniforme blanco de Ed White contra el fondo azul de nuestro planeta. Logré descifrar el nombre de la misión: Géminis 4. 

Hasta entonces mis cortes de pelo habían ocurrido de manera imprevista, cada vez que tío Pedro llegaba a la casa de mi abuelo con su herrumbrosa máquina de barbero, el oficio que había mal aprendido en el ejército. Reunía a los dieciocho nietos para cortarles el pelo mientras tomaba chocolate caliente. Para mis primos era una fiesta, pero yo temía la máquina que arrancaba mechones cuando uno menos lo esperaba. No era raro que mi abuelo me igualara el pelo con sus tijeras de sastre al día siguiente, diciendo entre dientes, Estilo largo, es lo que te conviene. Yo estaba completamente de acuerdo. 

Hasta entonces no me había atrevido, pero después de haber visto a Ed White en el espacio, me decidí. En la noche, después de la comida, le pedí a mi madre un corte de pelo donde don Neptalí. Mi madre miró a mi abuelo, quien asintió, pero sugirió que esperáramos por lo menos cuatro meses para que semejante gasto valiera la pena. Me llevaría a la peluquería el tercer domingo de julio. Desde entonces me excluyeron de las sesiones del tío Pedro, quien me miraba con una ceja levantada, sin dejar de cortar el pelo de mis primos. Tal vez para no herir su sensibilidad, tal vez para evitar la sublevación de los nietos, mi abuelo le dijo que eran órdenes de don Arístides, nuestro médico de cabecera. 

La espera no fue tan difícil como había imaginado. Por entonces mi abuelo había conseguido una radio de onda corta con unos botones plateados, el más grande de los cuales movía la aguja roja sobre las hileras de números, cada uno de los cuales nos remitía a una estación lejana. Mientras desayunábamos chocolate con mestizas en la cocina, escuchábamos juntos las novedades sobre la conquista del espacio. 
Esperábamos ansiosos el lanzamiento del Apolo 11, siguiendo las entrevistas con los astronautas, los pormenores del entrenamiento, los detalles técnicos de los trajes espaciales. Nos enteramos, por ejemplo, que cada traje espacial era hecho a medida, un detalle que le gustaba a mi abuelo. También que en la Luna había mares, no llenos de agua como en la Tierra, sino de polvo cósmico. Uno podía enterrar la mano atravesando fácilmente millones de años geológicos hasta tocar la superficie dura del principio de los tiempos. 

Juntos aprendimos el significado de los términos “ingravidez”, “órbita”, “paralax” y “velocidad de escape”. Cuando teníamos alguna duda, mi abuelo iba a su taller de sastre donde tenía su diccionario siempre a la mano. Una mañana, mi abuelo colgó de la pared un gran calendario Esso, donde había marcado con una cinta roja el día que para nosotros sería el más histórico que habíamos vivido. 

El tercer sábado de julio no pude dormir. Fui el primero en llegar a la cocina, ojeroso, el pelo hirsuto, mal crecido, y lo primero que hice fue examinar el calendario. Mi abuelo llegó enseguida, vestido con uno de sus dos trajes de tres piezas, y trayendo la radio de onda corta. La instaló en medio de la mesa, y mientras nuestro chocolate acumulaba islas aceitosas en la superficie, escuchamos con atención la traducción simultánea. El Apolo 11 ya orbitaba la Luna. En dos horas el módulo lunar, llamado «Águila», se desprendería del Columbia para posarse donde hasta entonces solo había llegado la mirada humana.

Mi madre nos recordaba que el chocolate se enfriaba, e inclusive calentó el de mi abuelo, para que no le diera agrura, pero no recuerdo haber tomado ni un trago del mío. Mi madre recogió los platos, salió al mercado, regresó a cocinar el almuerzo, pero nosotros seguíamos pegados a la radio. La cocina de adobe, olorosa al guiso que cocinaba ella, era el Centro Espacial de Cabo Cañaveral. Un plato apoyado en un cántaro en la ventana era la pantalla que me permitía ver la posición del Apollo 11. Unas chapas alineadas en la mesa los botones de comunicación. Las ristras de maíz colgadas del patio eran nuestras antenas. Las voces fracturadas en inglés, interrumpidas por un pitido que marcaba el cambio de interlocutor, y traducidas en simultáneo, informaban que Neil Armstrong ya maniobraba el Águila.

Mi madre depositó los platos en la mesa, y tuvo que puyarnos para que comiéramos, sin mirar al plato. Creo que fue la única vez durante mi infancia que comí sin hacer ascos a nada. De hecho, podría haber comido sin protestar hígado con alverja partida. Toda nuestra atención estaba puesta en las maniobras que ocurrían a unos 385.000 kilómetros de distancia. Pero justo cuando el módulo lunar se preparaba para el descenso, mi madre depositó unas monedas en la mesa.

Mi abuelo, como despertando de un sueño, extrajo su reloj de leontina del chaleco. Nos hacemos tarde, dijo, vamos.

Empezaba a oscurecer cuando salimos. La Luna, en cuarto creciente, estaba casi en el centro del cielo, sobre nuestro pueblo, pero por más que me esforcé no pude ver el Águila descendiendo sobre el Mare Tranquilitatis.

En la barbería, don Neptalí afeitaba al boticario con la radio a todo volumen. El módulo lunar ya se acercaba al primer cuerpo celeste que el ser humano había alcanzado. Las voces que parecían chisporrotear en la estática, rápidamente traducidas, decían que el descenso estaba ocurriendo a unos seis kilómetros de distancia del lugar previsto, pero todavía dentro del mismo mar cubierto de polvo estelar.

Nos sentamos a esperar. En la mesita de las revistas todavía estaba el Life que había visto hacía algunos meses. La carátula estaba apenas sostenida por un hilo, las puntas estaban dobladas, y una mancha de brillantina afeaba el índice, pero las fotografías seguían allí, el astronauta contra el azul de nuestro planeta. Me volqué a las primeras páginas, donde había fotos de los astronautas, incluyendo la de Neil Armstrong. Todos, sin excepción, llevaban el corte alemán.

Cuando el Águila se posó en el leve polvo lunar, don Neptalí se quedó con la navaja en el aire, como quien contiene la respiración. El boticario, con la mitad de la cara cubierta con espuma, volteó a mirar la parrilla dorada del gran radio Grunding. Todos nos quedamos inmóviles mientras Neil Armstrong hacía la última maniobra para descender, posando el Águila con la suavidad de una pluma. Esperamos mientras montaba la cámara en la puerta del módulo lunar. Imaginé sus movimientos lentos, como si ocurrieran bajo el agua, mientras descendía la escalerilla para posar los pies en el primer cuerpo celeste al que el ser humano llegaba en su historia.

No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que después de un pitido, la voz de Neil Armstrong dijo algo en inglés, que no podía haber comprendido entonces, pero que, sin embargo, he tenido la absurda seguridad de recordar. Era un pequeño paso para el ser humano, pero un gran salto para la humanidad.

Por fin respiré. Quizá yo era el único que se había quedado inmóvil, porque cuando miré a don Neptalí otra vez, este ya había terminado de afeitar al boticario, y me llamaba señalando el almohadón que había instalado en su silla de barbero en atención a mi tamaño. Subí con la Life bajo el brazo. Tan pronto me senté en su silla metálica, sólida, formada para acoger un cuerpo humano tuve la impresión de que estaba en una cápsula espacial, orbitando alrededor de la Luna, esperando que el Águila empezara su ascenso para regresar al azul de nuestro planeta.

Don Neptalí tuvo que tronar los dedos para llamar mi atención. Cuando volteé, me preguntó: ¿Qué va a ser, jovenazo?

Estilo largo, dijo mi abuelo.

No, dije, negando con la cabeza, "corte alemán".

Vida & obra
José de Piérola (Lima, 1961)
Narrador, traductor y ensayista. Doctor en Literatura por la Universidad de California y profesor de creación literaria en la Universidad de Texas. Es autor de las novelas "Un beso de invierno" (2001) —Premio de Novela del Banco Central de Reserva del Perú—, "El juego de los reyes" (2005), "Camino de regreso" (2007) y "Summa caligramática" (2009); además de los libros de cuentos "El vientre de la noche" (2000), "Lápices" (2000) —Premio Copé 2000— y "Norte y sur" (2008); donde aborda el género fantástico así como la narrativa de la violencia política en el Perú de la década del 80. 

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