Pichari, La Convención, Cusco, mediados de 2015
Virgen Ccasa es un punto, un lunar, una peca si es que se quiere. En la piel de un mapa, es más grande el nombre que el espacio al cual alude. Apenas si es una calle. Una línea de casitas de madera pintarrajeadas por un adalid en campaña. Lo único multicolor es la desgastada propaganda de los partidos políticos locales, cuya simbología termina de recordar la preeminencia de la hoja de coca, las razones cocaleras de los habitantes del valle. Estar ahí no hubiera tenido sentido para Andrés y el comandante Wilmer Diniz, su jefe, de no ser porque Gerardo les dijo algo que los extrañó: “Hay un campamento”. ¿Un campamento?, la interrogante flotó. En un helicóptero, apenas son siete minutos de distancia. Hay que ser muy atrevido para poner un campamento terrorista a siete minutos de la ubicación de la mayor fuerza militar en la región.
Las fotografías, sin embargo, no engañaban. Gerardo insertó la memoria en una computadora y la pantalla comenzó a mostrar la realidad inobjetable. Puestos de vigilancia, el perfil del armamento, un par de individuos haciendo guardia. El pueblo, las chacras, los árboles. Comenzaron a reír con cierta sorna. “Si no son tontos”, caviló, “resultaron ser sumamente conchudos”. Gerardo sacó unos papeles y los puso en la mesa. Eran informes de colaboradores que daban fe de que las fotografías no eran un rumor en imágenes. Se habían dado el lujo, además, de colocar un letrero: zona de combate. Un agente de civil se había dado el susto de su vida. Había ido a visitar a un informante y del medio del follaje aparecieron dos senderistas ataviados de azul y portando fusiles que le cerraron el paso.
En lugares como Virgen Ccasa y pueblos aledaños como Libertad, San Miguel o Junín Libertad no es fácil ser un extraño. En realidad, los foráneos no existen. Ni siquiera los turistas. El agente, además, llevaba una cámara fotográfica profesional y, al ser interceptado, se quedó tan quieto que el aparato pareció formar parte de su cuerpo. El senderista preguntó quién era y el colaborador (quien sí era conocido en la zona) rápidamente contestó que era un primo venido de San Francisco a visitar, que a lo mejor venía a sembrar coca. De reojo, el agente se percató de que detrás del follaje había por lo menos una decena de hombres armados. Al senderista le faltó un poco de acuciosidad. Hizo dos preguntas más, que el agente y el colaborador contestaron con una coartada que funcionó mejor por efecto del miedo. Si hubiera sido detallista, habría encontrado la cámara y, tras revisarla, fácilmente se habría dado cuenta de que ese no era un visitante pueblerino, sino un agente militar encubierto. Finalmente se fue lanzando una advertencia:
—¡Cuidadito nomás!
El agente siguió su camino y regresó a su unidad. En el trayecto pensó en que estaba volviendo a vivir. No le eran extrañas las historias de otros agentes descubiertos en su tarea de hacer inteligencia para las Fuerzas Armadas o policiales que terminaban cortados en cubitos. Cuando los demás hombres de su unidad supieron lo sucedido, primero lo miraron como quien se fija en un iluminado y después, ensayando un protocolo para romper el hielo, alguien le preguntó:
—¿Qué te pasamos? ¿Huevo o cuy?
Los oficiales solicitaron un vuelo de helicóptero para hacer un reconocimiento a la posible ubicación del campamento. Llevaban una cámara GoPro para revisar los videos tras el retorno y se embarcaron la tarde del día siguiente en un MI-17. Al igual que los pilotos, los primeros tramos de la ruta los sabían de memoria. Saliendo de Pichari, se divisa el río Apurímac lóbrego e inmóvil, como un animal al que no le preocupan los cambios de su entorno. En la orilla opuesta, está Sivia. El río se hace sinuoso, pero igual la gente se ha dado maña para seguirle el perfil; la vida de ellos es la vida del río mismo.
NARRATIVA
La guerra que hicieron para mí
Carlos Enrique Freyre
Editorial: Planeta
Páginas: 357
Precio: S/59.00
Hay varios caseríos antes de que aparezca Llochegua. Una vez que la nave pasa ese distrito, vira hacia el oeste por una quebrada llamada Chumaycota. Es una quebrada muy importante, pues sus orígenes están en San José de Secce y se vuelve un camino natural de campesinos y viajeros entre la sierra y la selva. Es usado habitualmente para transporte de droga a pie por los llamados “traqueteros”, “cargachos” o simplemente “burros”.
Después del puente Tacora, las elevaciones que circundan la quebrada Chumaicota se vuelven más accidentadas y abruptas. De los 500 metros sobre el nivel del mar a la altura de Llochegua, asciende a los 1.800 en una escasa distancia. Todos los pueblos se parecen. Aislados entre chacra y chacra, alguna vez fueron bosques que la agricultura y la actividad de los colonos provenientes de otras regiones desaparecieron. Hay poquísimas casas de material noble, si acaso las hay, y entre lo rústico y húmedo se puede distinguir que la pobreza gobierna, como si se tratara de una monarquía perpetua, sin alternancias.
¿Pero cómo un lugar supuestamente tan pobre podía ser el escenario de un conflicto tan prolongado y que parecía de nunca acabar? Poco antes de abordar, había subido el coronel Lino, jefe del Estado Mayor. Le pidió a Andrés que se colocara los audífonos para orientar al piloto y grabar el vuelo. Comenzaron a filmar ni bien el helicóptero estuvo cerca de Corazonpata, que está en el cerro opuesto al de Virgen Ccasa. Allí hay una base militar posicionada a mitad de una cuesta y Andrés pudo ver que, al sentir la proximidad de la nave, los soldados salieron de sus cuadras a ocupar sus puestos y cumplir con el procedimiento convenido para estos eventos.
El coronel advirtió otra cosa, además. Pudieron ver que había gente jugando fulbito y dijo: “Hay que enviarle una sanción al jefe de la base”. No porque al coronel no le gustara el deporte, sino porque un par de meses antes, en el mismo Llochegua, un francotirador había logrado acertarle un tiro a un suboficial en pleno patio y de día. Se tuvo que prohibir el fulbito, una de las pocas cosas que aliviaban la soledad y la tensión. En otras bases, hasta el deporte era impracticable, sea por su pequeñez o por la presencia del enemigo que merodeaba a la espera de una oportunidad para hacer cualquier estrago. Las noticias sobre un centinela derribado u hostigamientos en los que la gente no podía sacar su cabeza a ventilarse con tranquilidad eran una constante.
Poco después, alzaron su vista sobre Virgen Ccasa. Ayudados por una carta del Instituto Geográfico Nacional, identificaron rápidamente los poblados. Por los audífonos Andrés le indicaba al piloto los lugares a sobrevolar. Pensó, como tantas otras veces, que era un espacio muy hermoso. Trataba de escudriñar entre los claros y oscuros; de identificar la similitud de ese espacio con las fotografías que dieron origen a ese vuelo. El coronel Lino le preguntó:
—¿No es la columna que tiene una ametralladora PKT?
—Sí, parece que es esa —respondió.
—Mejor hay que subir un poco más. No vaya a ser que nos estén apuntando.
La ametralladora soviética de PKT que tenían los senderistas instalados en la región la habían obtenido de sangrientos ataques a helicópteros de la aviación del Ejército. Luego de repararlas, los informes solían dar cuenta de que las paseaban en sus incursiones, y una nave tan cerca era un bocado apetecible.
Ascendieron. Desde esa altura —y aunque los poblados ya eran puntos de microscópicas dimensiones— el cerro podía apreciarse en otra perspectiva. Andrés pensó: “Parece la espalda de un dinosaurio. De un tiranosaurio rex”.
VIDA & OBRA
Carlos Enrique Freyre (Lima, 1974)
La vocación de Carlos Enrique Freyre se ve dividida entre la espada y la pluma. Como oficial del Ejército peruano, su vida transcurre entre la selva del Vraem y la ciudad de Lima. Como escritor, ha publicado una decena de textos entre novelas, cuentos y ensayos. En su nuevo libro, La guerra que hicieron para mí, el narcotráfico es el problema transversal en la vida de los personajes.