[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

                                             —Prólogo—
Hoy, al despertarme de una breve siesta, “el hombre sin rostro” estaba frente a mí. Se había sentado en una silla delante del sofá donde yo dormía y me miraba fijamente con sus ojos imaginarios en un rostro inexistente.

Era alto e iba vestido como cuando le vi la última vez: sombrero de ala ancha que ocultaba la mitad de su no rostro y un abrigo largo, de color oscuro, a juego con el sombrero.

—He venido para que me hagas un retrato —dijo en cuanto vio que me había despertado. Hablaba en un tono de voz bajo, seco, sin entonación—. Me lo prometiste, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo, sí, pero en aquel momento no podía hacerlo, ni siquiera tenía papel. —Mi voz también sonó seca, sin entonación. Como la suya—. Para compensarle, le di la figura de un pingüino —añadí—, ¿se acuerda?

—Sí, aquí está.

Extendió su mano derecha para mostrármela. Era una mano grande y en ella sostenía la figurita de un pingüino de plástico, uno de esos amuletos que suelen colgarse en los teléfonos móviles. Lo dejó caer, e hizo un ruidito al tocar el cristal de la mesita de café.

—Te lo devuelvo. Tal vez lo necesites. Será tu amuleto y protegerá a las personas que son importantes para ti, pero para compensarme me gustaría que me hicieses un retrato.
No sabía qué decirle. Estaba perplejo.
—Lo dice como si fuera fácil, pero nunca he pintado un retrato de una persona sin rostro. —Tenía la garganta seca.
—He oído que eres un retratista excelente, y siempre hay una primera vez para todo.

Entonces se rio, o al menos eso me pareció. Y esa especie de risa sonaba como el viento que se oye a lo lejos desde lo más profundo de una cueva.

Se quitó el sombrero y descubrió la mitad oculta de su no rostro. Donde debía aparecer algo no había nada, tan solo un remolino de niebla de color lechoso.

Pese a todo, me levanté para ir a buscar al estudio un lápiz de mina blanda y un cuaderno de bocetos. Regresé al sofá e intenté bosquejar su cara. No sabía por dónde empezar, ni cómo seguir luego. Allí no había más que vacío. ¿Cómo dar forma a algo inexistente? La niebla de color lechoso que envolvía el vacío cambiaba constantemente de forma.

—Deberías darte prisa —me apremió—. No puedo quedarme mucho rato.

El corazón me golpeaba en el pecho con un ruido sordo. No tenía tiempo. Debía apresurarme, pero los dedos con los que sostenía el lápiz se me habían quedado paralizados en el aire; tenía la sensación de que se me había dormido la mano desde la muñeca. Como bien decía el hombre sin rostro, había personas cercanas a mí a las que debía proteger, y yo lo único que sabía hacer era pintar. Y sin embargo era incapaz de dibujar su no rostro. Impotente, me quedé mirando cómo se movía la niebla sin poder hacer nada.

—Lo siento, pero el tiempo se ha terminado —dijo al fin, y de donde debería haber estado su boca salió una gran vaharada blanca.
—Espere un momento. Si me da un poco de...
El hombre se puso de nuevo el sombrero y la mitad de su no rostro volvió a quedar oculta.
—Volveré. Tal vez entonces seas capaz de pintar mi retrato. Mientras tanto, yo guardaré la figurita del pingüino.

Tras decir eso, desapareció. Se desvaneció en el aire en una fracción de segundo, como si un fuerte viento hubiera disipado la niebla. La silla se quedó vacía. El amuleto del pingüino ya no estaba allí.

Me pareció que todo aquello no había sido más que un sueño fugaz, pero sabía bien que no era así. Si en verdad era un sueño, entonces el mundo en que yo habitaba solo sería eso, un sueño.

En algún momento seré capaz de dibujar un retrato a partir de la nada, de igual manera que cierto pintor fue capaz de pintar un cuadro que tituló La muerte del comendador. No obstante, hasta entonces necesitaré tiempo. Debo convertir el tiempo en mi aliado.

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NARRATIVA

La muerte del comendador (Parte 1)
Haruki Murakami
Editorial: Tusquets
Páginas: 472

               —Si la superficie estaba empañada—
Desde el mes de mayo de aquel año hasta principios del año siguiente viví en una casa en lo alto de una montaña junto a un estrecho valle, en el que durante el verano llovía sin parar a pesar de que un poco más allá estuviera despejado. Esto se debía a que desde el mar, que se hallaba bastante próximo, soplaba una brisa del sudoeste cargada de humedad que entraba en el valle, ascendía por las laderas de las montañas y terminaba por precipitarse en forma de lluvia. La casa estaba justo en la linde de ese cambio meteorológico y a menudo se veía despejado por la parte de delante, mientras que por atrás amenazaban unos nubarrones negros. Al principio me resultaba de lo más extraño, pero me acostumbré enseguida y terminó por convertirse en algo normal.

Cuando arreciaba el viento, las nubes bajas y dispersas que había sobre las montañas flotaban como almas errantes que regresaran al presente desde tiempos remotos en busca de una memoria ya perdida. A veces caía una lluvia blanquecina como la nieve, que danzaba silenciosa a merced de las corrientes de aire. Casi siempre soplaba el viento y el calor del verano se soportaba sin necesidad de encender el aire acondicionado.

La casa, pequeña y vieja, tenía un extenso jardín. Si lo descuidaba durante un tiempo, las malas hierbas lo invadían todo y alcanzaban una altura considerable. Una familia de gatos aprovechaba entonces para instalarse allí entre las plantas, pero, en cuanto aparecía el jardinero y quitaba la maleza, se esfumaban. Era una hembra de pelo rayado con tres gatitos. Tenía una mirada severa y estaba tan flaca que daba la impresión de que sobrevivir era el único esfuerzo del que era capaz.

La casa estaba construida en lo alto de la montaña, y desde la terraza orientada al sudoeste se atisbaba el mar a lo lejos entre los árboles. La porción de mar que se podía ver no era muy grande, parecía la cantidad de agua que cabría en un balde: un trozo diminuto del inmenso océano Pacífico. Un conocido que trabajaba en una agencia inmobiliaria me había dicho que el valor de las casas variaba mucho en función de si se veía el mar o no, aunque solo se tratase de una porción minúscula. A mí me resultaba indiferente. Desde aquella distancia, tan solo parecía un trozo de plomo de color apagado. No entendía el porqué de tanto afán por ver el mar. Yo prefería contemplar las montañas. Según la estación del año, y la meteorología, su aspecto variaba por completo y nunca me aburría. De hecho, me alegraban el corazón.

Por aquel entonces, mi mujer y yo habíamos suspendido temporalmente nuestra vida en común. Incluso llegamos a firmar los papeles del divorcio, pero después sucedieron muchas cosas y al final decidimos darnos otra oportunidad.

Resulta complicado entender una situación así en todos sus detalles. Y ni siquiera nosotros somos capaces de discernir las causas y las consecuencias de los hechos que vivimos, pero, si tuviera que resumirlo de algún modo, diría con palabras corrientes que después de un “ahí te quedas”, volvimos al punto de partida.

Entre ese antes y ese después de mi vida matrimonial viví un lapso de nueve meses, que siempre me pareció como un canal abierto en un istmo.

Nueve meses. No sabría decir si ese periodo de tiempo me resultó largo o corto. Si miro atrás, la separación me resulta infinita y, al mismo tiempo, tengo la sensación de que transcurrió un abrir y cerrar de ojos.

Hijo de un sacerdote budista y su madre de un comerciante de Osaka que estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda.
Hijo de un sacerdote budista y su madre de un comerciante de Osaka que estudió literatura y teatro griegos en la Universidad de Waseda.

VIDA & OBRA

Haruki Murakami (Kioto, Japón, 1949)

Con al menos una decena de distinciones internacionales y éxitos de ventas continuos, Haruki Murakami es el escritor japonés contemporáneo con más llegada al público internacional. Su nueva novela, La muerte del comendador, está dividida en dos partes. Presentamos un fragmento de la primera. La segunda parte se publicará en español el 2019.

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