Fragmento de "La noche de la usina", de Eduardo Sacheri
Fragmento de "La noche de la usina", de Eduardo Sacheri

Dicen los viejos que hubo un tiempo en que las cosas andaban bien en O’Connor, aunque les cuesta mucho ponerle fecha a esa época de abundancia. “Acá...”, dicen con un gesto amplio de la mano que señala las casas y el campo alrededor, hasta el horizonte, “No sabés...”, agregan, sin mayores precisiones. Pero esperan que quien los escucha sí sepa, que entienda que se refieren a un tiempo en que todo era progreso. Hablan de la época de sus propios padres, o de sus abuelos, unos italianos anarquistas que vinieron y fundaron Colonia Hermandad en 1907. Y se refieren a que vinieron sin nada, o casi, y que en quince o veinte años le dieron forma al pueblo. Y dicen que cambiarle el nombre, como se lo cambiaron décadas después, fue un error que trajo la mala suerte.
    Los jóvenes se preguntan si dicen la verdad. Si será cierto. En realidad, viendo este pueblo chato y entristecido, siempre igual a sí mismo, les cuesta imaginarse un tiempo en el que sí, las cosas eran buenas y el futuro se palpitaba como progreso. 
Por algo tantos muchachos, cuando terminan el secundario, optan por irse. Los más inteligentes o los más sacrificados se van a estudiar a La Plata y terminan siendo abogados, médicos o contadores. Claro que además de inteligencia y sacrificio necesitan plata, porque si son hijos de las familias pobres no se van a ningún lado, se sacrifiquen lo que se sacrifiquen.
    Los pobres siempre se quedan. Los pobres y los que fracasan. Los que no terminan de estudiar se vuelven. Como si la ciudad los vomitara. “Por burros o por haraganes”, concluyen las vecinas, que no se andan con vueltas al momento de ponerles nombre a las cosas. Si vienen en tren le piden a alguien que los acerque, porque el único servicio que para en la estación es el nocturno, y nadie quiere caminar esos tres kilómetros que separan la estación y el pueblo en mitad de la noche. La ventaja de llegar así, tardísimo, es que el fracaso se mantiene subrepticio por algunas horas o algunos días. Le da tiempo al recién llegado de armar una coartada, un decálogo de razones. “Volví porque extrañaba. Volví porque me necesitan en casa. Volví pero por un tiempo. Volví pero me voy a volver a ir”, es lo que dice el repatriado. “Volví pero no se rían de mí porque me voy a ir a la mierda, ya van a ver”, es lo que piensa.
    Los que consiguen permanecer en La Plata o Buenos Aires o Rosario hasta alcanzar un título ya no vuelven. Regresan de visita, claro, para las fiestas o las vacaciones. Se los recibe con asados pantagruélicos y la conversación se prolonga hasta que se hace de mañana. A los idos y los permanecidos les gusta comprobar que siguen teniendo cosas en común. Que pueden entenderse. Que se siguen queriendo. Pero no es suficiente. Ya no encajan. La vida de los que estudiaron es otra y queda en otro lado. Por eso lo mejor es que se queden pocos días. Si no, ellos y los que no han podido se sienten defraudados.
    Está bien que vengan. Y está bien que se vayan. Para que los que se quedaron puedan extrañarlos y para que los idos sientan que, llegado el caso, pueden volver. Aunque no sea cierto. Porque ninguno vuelve, salvo de visita. Hay algo que se corta, que se mueve de su centro o de su sitio. No está ni bien ni mal, pero es así.
Cuando en esas sobremesas tardías se les da por discutir estas cosas, algunos traen a colación el caso de Fermín Perlassi. Lo dan como ejemplo de un tipo que se fue muy joven y le fue bien y volvió y se quedó acá. Y es verdad. Pero el caso de Perlassi es diferente. Primero porque su viaje y su regreso sucedieron hace muchos años. Más de treinta. Y las cosas, tal vez, en ese momento eran distintas. Y además porque no se fue a estudiar, sino a jugar al fútbol. Se fue de muy chico, con dieciséis, o diecisiete. Y la verdad es que triunfó. Se hizo famoso, con la fama de esa época. Es decir, una fama de salir en los diarios, en El Gráfico, en el noticiero de la televisión tres o cuatro veces. Dicen que una vez fue tapa de Gente; pero dicen, porque ninguno en el pueblo vio esa tapa y a Perlassi no le gusta alardear. Logró una fama que no significaba hacerse rico, aunque sí significase ganar plata.
    Porque es cierto que Perlassi volvió con plata. Con mucha plata. Por lo menos, vista desde los horizontes de O’Connor, era mucha. ¿Cuáles eran, en 1971, cuando Perlassi volvió al pueblo, los grandes negocios que podía comprar, si no se hubiera decidido por la estación de servicio? La mueblería, que se había ampliado mucho y vendía televisores, radios y equipos de música. El restaurante de la plaza, que tenía de un lado pizzería y del otro menú a la carta. El hotel, en una de esas.
    Pero Perlassi no sabía nada de hacer negocios e intuyó que la estación de servicio sería más sencilla. Tal vez tuvo razón. Por eso compró la estación. La estación vieja, diríamos ahora. Porque hay dos. Pero en ese tiempo era la única. Ahora no, porque también está la nueva. La otra, la nueva, es la de Fortunato Manzi. Está sobre el asfalto, también nuevo, que sale derecho a la ruta 7. Pero Manzi no es de O’Connor. Es de General Villegas, la ciudad, la cabecera del partido. Villegas es otra cosa. Lo mismo que Manzi.

Novela: La noche de la usina
Autora: Eduardo Sacheri
Edición: Alfaguara
Páginas: 376
Precio: S/ 69,00

Vida y obraEduardo Sacheri (Castelar, Provincia de Buenos Aires, 1967)
Se hizo conocido debido a que su novela "La pregunta de sus ojos" (2005) inspiró la premiada película "El secreto de sus ojos", de Juan José Campanella, cuyo guión escribió. Es historiador de profesión y gran aficionado al fútbol (colabora en la revista El Gráfico). Algunos de sus relatos aparecen en las colecciones "Aviones en el cielo" y "Las llaves del reino". Este año ganó el premio Alfaguara. 

Eduardo Sacheri (Castelar, Provincia de Buenos Aires, 1967)

Contenido sugerido

Contenido GEC