"En la ruta de los hombres silentes", de Juan José Cavero
"En la ruta de los hombres silentes", de Juan José Cavero

El hombre de los colmillos de otorongo no tardó en regresar. Cogió el jarrón de arcilla que había dejado en uno de los extremos de la maloca y, sin perder tiempo, empezó a llenar los potes de calabaza con aquel líquido marrón.
    —¿Qué es ese líquido y para qué lo toman? —preguntó Xi Lu.
    El traductor, cuyo pelo caía sobre sus hombros, se quedó en silencio. De rato en rato le sonreía animado por el efecto del masato. Después, dándole palmadas, le dijo:
    —Ayahuasca.
    Xi Lu lo miró confundido.
    —¿Para qué sirve?
    Los ojos brillosos de traductor no mentían al decirle: «visiones». El chamán empezó a servir otros potes llenos de brebaje a los que recién llegaban. Después de tomar dos tandas del líquido marrón, todos comenzaron a menear sus cuerpos en una especie de trance. El hombre del collar de colmillos, sin dejar de cantar, empezó a enrollar hojas anchas de tabaco. Dio forma a largos y toscos cigarros que fue fumando de a pocos.
    —Va a empezar a volar con el mapacho[1] —dijo el traductor.
    El humo que ascendía parecía adoptar la figura de serpientes reptando por entre los matorrales y malezas. Otras volutas parecían ser pihuichos y guacamayos revoloteando sobre la copa de los árboles, e insectos entre mariposas, grillos y chicharras.
    —¡Ahí están los espíritus del bosque! —exclamó el chamán.
    —¿Qué dice? —preguntó de nuevo el chino.
    —Espíritus estar aquí —dijo Atoc.
    El chamán empezó a esparcir el espeso humo sobre los rostros de los presentes. Xi Lu sintió ese vapor apestoso por toda su cara. Por el efecto purgante del ayahuasca quiso vomitar, pero se aguantó.
    A la siguiente ronda de ese oscuro brebaje, uno tras otro de los presentes empezaron a devolver todo lo que tenían en sus estómagos. El chamán comenzó a tocar una quena, además de batir unas sonajas hechas con calabazas secas que adoptaban la forma de pequeñas cabezas. Estas emitían un sonido grave, parecido al agua que cae por una cascada.
    Xi Lu solo había tomado un pote lleno. Aun así el brebaje ya estaba haciendo efecto.
    Los sonidos del tambor y la quena los sentía intensos. Se maravilló de que estos tuvieran forma y sonido. Un tono agudo parecía una salamandra fosforescente que subía una pared, un tono grave tenía la apariencia de una boa que reptaba por la orilla del río. Pequeñas flamas parecían elevarse alrededor de las paredes de madera y formar grandes círculos de fuego. El ruido de los insectos que revoloteaban a su alrededor era ensordecedor. Los mismos latidos de su corazón parecían conspirar contra él.
    Después de algunos minutos, todos vomitaron nuevamente. Sin demora, la mujer seguía llenando los potes con el brebaje marrón. Xi Lu siguió bebiendo. Los colores seguían intensos. Al sentir que los ojos le ardían, los cerró. Se vio en un valle costeño descansando bajo la sombra de un algarrobo. Recordó su estancia en esa hacienda de Pativilca. Se vio a sí mismo siendo castigado en el cepo. 
Su cuello y sus dos brazos estaban constreñidos entre esos dos maderos sin poder salir por más que lo intentara. La luz del sol le daba de lleno, sentía su cabeza reventar. Vio el rostro de Amaya vociferando con su látigo en mano, y cómo le tiraban el agua y la comida que a veces no llegaba a alcanzar. Luces de colores invadieron el cielo a medio oscurecer. Era un castillo de fuegos artificiales que solo su amigo Li Dan sabía hacer.
    Las imágenes se superponían unas sobre otras. Veía a Li Dan corriendo con Cáceres por un camino de herradura. Al barbudo oficial no le importaba el futuro, solo el presente. De pronto se vio sobre la cubierta del Mae Dong, haciendo bromas con Li Dan y jugando con las sombras que se formaban al iluminar las paredes de la bodega con los lamparines.
    El ruido de los tambores retumbaba en sus oídos. Eso lo mantenía en alerta. Luego se vio en medio de una inmensa plantación en plena selva. Hombres y mujeres de rostro sudoroso hacían incisiones sobre las cortezas de extraños árboles. Una savia blanquecina y espesa afloraba de esos troncos y era recolectada en baldes hasta formar una inmensa bola esponjosa. Volvió la mirada y vio el rostro de un hombre barbudo sonriéndole. Cerró los ojos. Al abrirlos, una hermosa mujer de largo cabello estaba desnuda y recostada a su lado. Su mente dio un salto en el tiempo. Gente de todas las razas caminaba sobre extensas avenidas de cemento, grandes edificios con vistosos vidrios permanecían pegados unos a otros. Aquellas personas se movilizaban en enormes carretas metálicas. Las ruedas de esos vehículos estaban hechas de goma oscura de textura similar a la savia acumulada que salía de esos árboles. Tiendas exhibían ropas sobre lo que parecían ser estatuas de hombres y mujeres. Fondas de coloridos letreros ofrecían comidas de todas las formas y colores. Reconoció algunos platos cantoneses, pero sobre todo había ruido, muchísimo ruido. Era un mundo ensordecedor en un tiempo desconocido que desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

[1] Cigarro artesanal de gran tamaño, hecho con hojas secas de tabaco.

Novela: En la ruta del hombre silente
Autor: Juan José Cavero
Edición: Ediciones Copé
Páginas: 365

Vida y obraJuan José Cavero (Lima, 1972)
Estudió Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de las novelas "Las tentaciones de Contreras", "Cazador de momentos" y "Soplo inocente", todas publicadas en el 2013 por sellos peruanos como Altazor y Vicio Perpetuo.
    Este martes 12 de julio, a las 19:30, en el auditorio de Petroperú (av. Canaval y Moreyra 150, San Isidro), será la presentación de "En la ruta de los hombres" silentes, ganadora del Premio Copé de Novela 2015.

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