Por: Eduardo Arroyo
Los carnavales son parte de la civilización occidental, una forma de desfogue colectivo. Por ejemplo, Herodoto explica que durante los carnavales, en Grecia, estaba permitido que las mujeres fueran a los templos a encontrarse con jóvenes para tener relaciones sexuales. Era parte de los rituales carnavalescos en los que primaba Baco por encima de Apolo, el dios del orden, la moral, la disciplina y el reglamento.
En el caso peruano, el carnaval se institucionalizó durante la República, en el mes de febrero —el más caliente—, como espacio para el desahogo popular. A mitad del siglo XX alcanzó su esplendor, había pautas y modales para el juego.
Nadie se quejaba de alguna agresión. Esto, sin embargo, con los cambios sociales en Lima, fue convirtiéndose en un acto cada vez más violento. De esta manera, el carnaval quedó inscrito en ese proceso que los sociólogos llamamos achoramiento, en el que manda la ‘moral’ del que transgrede la ley.
De esta manera, en un país en el que las normas no se cumplen, todos nos hemos vuelto ‘achorados’, violadores de la ley. Es como si la transgresión fuera la norma de una sociedad sin orden.
Así, la tradición se volvió vandalismo, a tal punto que ahora este juego ha sido prohibido (además por el desperdicio de agua en tiempos de estrés hídrico).
¿Podrán recuperar los carnavales su antigua prestancia? Antes hay que recuperar la ciudad y el país, cambiar un orden en el que destacan la agresión, el racismo, la xenofobia, el machismo y la falta de valores. Recuperar la ciudad requiere de un ejercicio de formación ciudadana de largo alcance.
Solo así regresarán los carnavales de mi tiempo.