Dos amigos navideños
Dos amigos navideños
Jaime Bedoya

El primer registro de muerte por ingestión sostenida de dieta navideña —sobredosis de pavo, panetón y alcoholes— se remonta a diciembre de 1980. Era el primer y entusiasta año del segundo belaundismo. Acaso la brisa democrática que ventilaba los rezagos del militarismo abrió el apetito en memoria del niño pobre nacido en un pesebre.

El desafortunado paciente cero, limeño de 48 años que respondía a las iniciales de E. C. C., fue ingresado a Urgencias del Hospital del Empleado al cabo de tres días y medio de consumo indiscriminado de pavo al horno, tajadas de panetón, espumante y guarniciones varias. En estado de inconsciencia y con la típica sintomatología de vientre abalonado, el lavado gástrico de rigor reveló la causa del problema y lo que sería su lamentable resolución final. Un último, generoso e innecesario trozo de ave coronaba aproximadamente cuatro litros de alimentos navideños varios almacenados en vana espera de digestión. Aquel volumen indujo a que el diafragma aprisione los pulmones hasta la asfixia.
    
Comer hasta morir es el soterrado impulso tanático que acompaña una festividad que externamente denota felicidad (1). El estrés que para muchos conlleva cerrar un año con apremio, comprar los regalos al crédito y lidiar frontalmente con una familia que se evita el resto de los once meses deriva hacia el consumo compulsivo de lo que se ponga por delante.

Afortunadamente el organismo cuenta con dos amigos incondicionales que, tal como los mejores camaradas, están presentes tanto en las buenas como en las malas. Hablamos de los gases y las flatulencias. Aquellos dos son reflejos vigilantes, leales alertas tempranas, destinados a evitar que un estómago colapse. Y lo hacen desinteresadamente, a pesar de la condena social que sobre ambos se yergue.

La relajación transitoria del esfínter esofágico inferior, (a) eructo, es una señal de acomodo y administración de espacio al interior del organismo. Su aparición es el canto del cisne de la acumulación alimenticia.

El flato, mortificado por la tríada sulfúrica y diabólica que configura su bouquet (2), es —como en los tsunamis— urgente advertencia de evacuación. Señalan una congestión digestiva que amerita el bloqueo inmediato de todo ingreso, lo cual fundamenta su característica más odiada. Supo la naturaleza evitar hacerlos peligrosamente inodoros.

No hay nada más irracional, ilógico e inmoral que aguantar un pedo. Según el The New Engalnd Journal of Medicine, las mujeres, siempre más astutas cuando no discretas, lo hacen menos que los hombres. Todo gas retenido, principalmente el hidrógeno, es absorbido por el torrente sanguíneo, siendo expelido luego por el aliento. Si a esto se le suma que la mayor parte del tiempo la gente dice necedades, la combinación resulta fatal.

Mención aparte de toda consideración humanitaria hacia el prójimo en lo que su alivio supone, lo que ahora genera entusiasmo en la comunidad médica es el potencial terapéutico de la ventosidad. El sulfato de hidrógeno podría prevenir la inflamación de la colitis ulcerosa y el cáncer. Lo que hace al pedo una molestia saludable, preventiva y cómplice a pesar de su agreste naturaleza. Que en estas fiestas navideñas su ritmo amable y admonitorio acompañe a los villancicos cuales campanadas de buena voluntad.  

(1)   Escribió Antonio Machado: “En paz con los hombres y en guerra con mis entrañas”. 
(2)   No en vano se sostiene que el diablo huele a azufre: los tres componentes básicos del flato son el sulfato de hidrógeno, metanotiol y sulfato de dimetilo. Las combinaciones entre ellos, tal como las huellas dactilares, son infinitas. 

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