Me acerqué a Dave Chappelle advertido por un artículo de Verónica Klingenberger, publicado hace varias lunas, en el que advertía de un humor tan corrosivo que no temía hacer bromas sobre las víctimas de Michael Jackson ni cargarse encima al movimiento LGBT+. No es poco ni son objetivos evidentes para un espectador común, pero, a la vez, parecía un aviso de extensión de límites en una época en la cual el buenismo y la asfixia de lo políticamente correcto prometen liquidar todo aquello que escape de sus fronteras. ¿No se supone que el humor era un espacio en el que podíamos carcajear con aquellas tensiones que, de otra forma, nos harían agarrarnos a golpes? ¿Cuándo perdimos esa licencia? ¿Y ante quién la rendimos?
Chappelle es un prodigio de varios de los subgéneros del stand-up comedy, como la comedia de insulto o la observación costumbrista, talento que sostiene con base en dos virtudes: el uso de su lugar de enunciación y una hiperconciencia narrativa. Lo primero es muy hábil: Chappelle entiente que hay ciertas bromas y tópicos, cierto lenguaje, que solo los pueden tratar determinados colectivos. Hay chistes que un alemán, desde 1945, no puede hacer. Hay expresiones prohibidas a un estadounidense blanco, pero no a un afrodescendiente.
El comediante logra construir a partir de ese privilegio y lo utiliza como arma arrojadiza al público (presente o televidente), cuyas reacciones anticipa tan bien y con las que juega, como es propio de este tipo de show. Lo segundo es storytelling puro: la capacidad de enhebrar anécdotas y situaciones que una a una dibujan un cambio, y crean un efecto a través de los recursos propios del género (punchline, setup, timing, etc.). Quien quiera profundizar en este arte norteamericano tiene en Netflix un amplio y suculento menú que pasa por Chappelle, pero también por Trevor Noah, Ali Wong, Amy Schumer, Kevin Hart, etc.
En algún momento de la década del 90, algunos intelectuales como Jorge Marcone, Julio Hevia y Víctor Vich —desde distintos enfoques y con diferentes objetivos— encontraron en el humor callejero y en la oralidad algunos síntomas que servían para entender la construcción de las identidades peruanas, sobre todo las masculinas urbanas. Su conversión en producto mercantil llevó a los cómicos ambulantes a la televisión, pero nada de lo que pasó en adelante puede considerarse exitoso.
Priman ahora, en radio y TV, los imitadores, con poca o nula renovación, pero los humoristas locales no han prosperado especialmente ni han encontrado las plataformas para desarrollar sus actos. Una parte del problema puede ser que no parecieran ser una contestación al mainstream desde sus sótanos o extramuros. Para colmo, no poseen carácter cultural reivindicativo ni comercial. El caso más paradigmático es el de Jorge Benavides y La paisana Jacinta: más allá de su pobre factura, los estereotipos de los oprimidos no los pueden representar más los varones criollos. El correctismo está instaurado y, a veces, tiene razón.
Pero, fuera de ello, ¿quiénes son los grandes nuevos comediantes peruanos? ¿Dónde se presentan? ¿Qué grietas sociales exploran? No vaya a ser que lo único que quede sean trolls achorados, youtubers disforzados y esos creadores de memes que, con la chispa de un borrachín de chifa, nos invitan cada día a librar batallas de gifs y stickers.
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