Quienes dicen que la novela es una forma obsoleta, condenada a repetirse convencionalmente, no han descubierto todavía a Olga Tokarczuk (1955). Flights, la novela de esta escritora polaca ganadora del Man Booker International –y que será publicada en español el próximo año por Anagrama–, es una maravilla de principio a fin. Los críticos le armarán la genealogía inevitable, comenzando por su aire de familia con Sebald, en esta narrativa que cada tanto se hibrida en ensayo. El ethos, sin embargo, es diferente: en Sebald hay, sobre todo, melancolía y duelo; Tokarczuk, como el escritor alemán, sabe conectar la historia con elementos míticos que la trascienden, pero es más pícara, más traviesa, más leve (en el sentido que Italo Calvino le daba a esta palabra). Jennifer Croft, su traductora, es impecable a la hora de capturar ese espíritu (es de justicia que el Booker reparta el premio por partes iguales entre autora y traductora).
Tokarczuk llama apropiadamente a su novela una “constelación”. La narradora está constantemente en movimiento –la forma es, literalmente, el fondo–, reuniendo historias, aforismos, observaciones, anécdotas, todo lo que llama la atención a un espíritu inquieto, en viaje constante: “está claro que no he heredado el gene que hace que cuando estés en algún lugar quieras echar raíces… Mi energía deriva del movimiento –el estremecimiento de los autobuses, el estruendo de los aviones, el balanceo de los trenes y los transbordadores”. Sus digresiones, dispersiones y bifurcaciones continuas se conectan temáticamente, a través de la idea del viaje, tanto el exterior –el de los viajeros y migrantes de hoy– como al interior –la exploración de nuestra anatomía.
Tokarczuk dedica páginas brillantes a conferencias que se llevan a cabo en aeropuertos, sectas dedicadas a no quedarse quietas en ninguna parte (“el que se detenga será clavado como un insecto”), gabinetes de curiosidades que reúnen todo aquello que es “raro, único, extraño, monstruoso”; Flights es también un gabinete de curiosidades, en el que la autora se interesa por todo aquello que se aparta de la norma. Sobresalen las secciones dedicadas a Kunicki (su esposa y su hijo desaparecen misteriosamente en una isla en Croacia, y reaparecen días después sin que ella quiera dar explicaciones de dónde han estado), Josefine Soliman (le escribe cartas conmovedoras al emperador Francisco I de Austria, con la esperanza de que deje de exhibir el cuerpo embalsamado de su padre negro como si fuera un objeto de museo) y Filip Verheyen, el anatomista flamenco que “descubrió” el talón de Aquiles: “es difícil de creer que las partes del propio cuerpo puedan ser descubiertas, como si uno estuviera abriéndose paso río arriba en busca de las fuentes… El que descubre, nombra. Conquista y civiliza. De ahora en adelante una pieza de cartílago blanco estará sujeta a nuestras leyes…”
Tokarczuk sugiere que en nuestro cuerpo se condensa todo el misterio, “el orden oculto, una suerte de reflexión en torno a lo grande y a lo pequeño”. Pese a nuestras búsquedas, las leyes no siempre logran agotar todas las explicaciones: a Verheyen le duele una parte de su cuerpo que ya no existe, aquella donde estaba su pierna amputada; deberán pasar casi dos siglos hasta que el neurólogo Silas Mitchell le dé un nombre a lo que le ocurre (dolor fantasma), pero la falta de respuestas no inmuta al cirujano: “debemos investigar nuestro dolor”. Eso es precisamente lo que hace Tokarczuk, lúdica y todo.
*Columna publicada con anterioridad en el diario La Tercera, de Chile, cedida a este Diario por el autor.