Por Manuel Cisneros Milla
En marzo de 1964, conocí al doctor Francisco Miró Quesada Cantuarias en su despacho de ministro de Educación del primer gobierno del presidente Fernando Belaunde Terry. Ahí encontré a un hombre espigado, casi atlético, con un rostro de bondad y simpatía, de frente amplia y ojos vivaces aunque pequeños, y vestido con elegancia y buen gusto. Un ser humano de esos que no se encuentran a diario, que irradian amistad y confianza en cuanto se le conoce. Estaba como era y siguió siendo más de 40 años después, durante los cuales mi admiración y respeto crecieron y se justificaron plenamente.
Fui testigo de excepción de su auténtico deseo de servir a la educación y al magisterio. Creó comisiones diversas para analizar los aspectos fundamentales de la tarea educativa y los relacionados con los problemas y necesidades de los maestros, como la que creó la Inmobiliaria Magisterial y la Derrama Magisterial.
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En sus reuniones con los dirigentes magisteriales desaparecían las diferencias de cualquier índole. Escuché decir a los dirigentes apristas frases como esta: “Señor ministro, como ciudadanos somos apristas y como maestros somos miroquesadistas”, expresiones que agradecía con mucha cordialidad.
Él insistía en que la tarea educativa debía estar impregnada de un verdadero sentido humanista, pues el hombre es un fin en sí mismo y no instrumento de otro. Por esa razón, tenía el derecho a un desarrollo integral y pleno.
Y cuando fue censurado por la mayoría parlamentaria apro-odriista, en gesto de reconocimiento jamás visto en la historia del Perú, los maestros de todos los niveles y de todas las corrientes políticas, especialmente en Lima, protestaron masivamente en calles y plazas por este abuso. Entiendo que esto fue lo más gratificante para él durante su paso por la administración pública.
En síntesis, puedo afirmar que con el doctor Miró Quesada Cantuarias conocí, trabajé, aprendí y conviví con un maestro y un ser humano excepcional.