El doctor Fernando Cabieses acababa de publicar “La uña de gato y su entorno”, cuando me recibió en su oficina, con una sonrisa ancha y gran amabilidad. Era mitad de los años noventa, y él ya era una celebridad en el campo de la neurocirugía; también era conocido por sus investigaciones sobre la medicina en el Perú antiguo y sobre las propiedades de las plantas medicinales y alucinógenas; por eso, lo primero que me sorprendió fue su gran sencillez y después su enorme sabiduría y vocación de maestro.
Conversamos por casi una hora sobre su último libro, que trataba sobre las propiedades curativas de esa planta llamada uncaria tomentosa, popularmente conocida como uña de gato. Una maravillosa liana que el hombre andino había domesticado con acierto, y que luego había sido olvidada o minusvalorada por la cultura occidental, con lo cual se habían echado a perder siglos de evolución y conocimiento. En este campo, como en muchos otros, el doctor Cabieses había sido un pionero: ante la incredulidad de sus colegas, él estaba convencido del enorme valor de la medicina tradicional, de curanderos y chamanes, y del poder de las plantas autóctonas (tenía una colección de cientos o quizás miles de fotos de ellas) y decía que al hombre moderno no le quedaba otra salida que mirar el pasado para curarse de las enfermedades del futuro. Y vaya que el tiempo le dio razón.
El neurocirujano y los chamanes
Nació en Mérida, México, el 20 de abril de 1920, cuando su padre, Eduardo Cabieses Valle Riestra, se desempeñaba como embajador en el consulado peruano. Era una época de grandes cambios, pues se vivían días convulsionados a causa de la revolución. Él, con el tiempo, recordaba que tuvo que hacer la primera comunión en el sótano de una casa, en Veracruz, pues en ese momento la religión católica estaba proscrita. Esto quizás forjó aún más su espíritu cristiano y su identificación con los de abajo. Por eso cuando vino al Perú —a mediados de la década del 30— se sorprendió del grado de racismo y exclusión que existía en la sociedad peruana, y es probable que eso lo haya incentivado más a estudiar el pasado prehispánico, para rescatar saberes y conocimientos estigmatizados por la cultura occidental.
En la Universidad de San Marcos —estudió Ciencias Biológicas y Medicina— incentivado por su maestro Carlos Monge, se interesó por el tema del mal de altura y, posteriormente, por las propiedades de la hoja de coca. Ahí descubrió la dimensión espiritual del hombre y la mujer de los Andes con esta y otras plantas que habían sido estigmatizadas por el razonamiento europeo.
Luego, partió a Estados Unidos, para especializarse en neurocirugía en la Universidad de Pensilvania, y entre 1946 y 1950, formó una escuela neurológica “de gran prestigio en todo el continente”, según refiere una semblanza suya en el portal de la Universidad de San Marcos. A su retorno al Perú, se convirtió en el fundador, consultor y jefe de los servicios de neurocirugía de los principales nosocomios del país, como Neoplásicas, Del Niño, Loayza, Dos de Mayo; y de los hospitales castrenses: el Militar, el de la Fuerza Aérea y el Centro Médico Naval, donde ejerció hasta 1988.
Pero, otra vez, su especialización como neurocirujano no le hizo perder de vista el conocimiento ancestral: fue también uno de los primeros en investigar seriamente la trepanación craneana en los antiguos peruanos —publicó un libro sobre ello en 1960— y, para sorpresa de muchos, fue un entusiasta organizador de dos congresos de medicina tradicional, con presencia de chamanes y maestros curanderos, los años 1979 y 1988. Según crónicas de la época, estuvo a punto de ser expulsado del Colegio Medico del Perú por atreverse a tanto.
El sabio renacentista
“Era un sabio renacentista”, dice a través del teléfono uno de sus grandes amigos, el ingeniero José Dextre Chacón, presidente fundador de la Universidad Científica del Sur. “A él lo vinculamos —añade— con el tema de la medicina tradicional porque quizás fue uno de los escenarios más innovadores por los que transitó, con sus investigaciones sobre la papa, el ají y otras plantas originarias; pero de alguna manera sería injusto recordarlo solo por ello: Fernando Cabieses no solo tuvo conocimiento de un área específica, él también fue doctor en Biología, desarrolló la carrera de medicina humana, estudió Antropología, fue el primer neurocirujano del país, fue historiador y novelista”.
Pocos recuerdan que aparte de sus 25 libros sobre temas científicos y cientos de artículos académicos, Fernando Cabieses también pergeñó una novela etnohistórica, que narraba los últimos días del Tahuantinsuyo, y que tituló “Los dioses vienen del mar”. Después la amplió en dos tomos como “Narración de una conquista”.
“Cada conversación con Fernando era un aprendizaje —cuenta el ingeniero Dextre— porque él disfrutaba enseñar. Tenía interiorizado aquello de que el saber da felicidad solo cuando sirve a otros. Decía, me siento feliz de poder conversar, de hacer un libro, de poder transmitir conocimientos. Tenia una bonhomía especial, por eso siempre te recibía con una sonrisa, estaba dispuesto a enseñar, a conversar, a discutir”.
“Yo creo que esa excepcionalidad la tienen solo algunos seres humanos —añade—. Hay en él esa excepcionalidad del sabio”.
Después de haber pasado por la Universidad de San Marcos y por la Universidad Peruana Cayetano Heredia, Cabieses dedicó los últimos 15 años de su vida a “su última aventura”, como decía, la Universidad Científica del Sur, donde fue rector y después rector emérito. La muerte lo sorprendió a los 89 años, el 13 de enero del 2009, inmerso en una nueva investigación: la búsqueda de la memoria genética. Estaba convencido de que los seres humanos podemos heredar y transmitir conocimientos. Una vez más, el tiempo le dio la razón.
Testimonio:
Elmo León, científico, autor de “Alimentos del Perú. Propiedades nutritivas y farmacológicas”.
Había oído del doctor Fernando Cabieses cuando cursaba estudios en Humanidades en la universidad, pero verdaderamente lo conocí en la sala de quimioterapia del Hospital Santa Rosa, donde mi esposa, Nancy, era administrada con quimioterapia por el cáncer que sufría. Dado que tenía que llevar a nuestro bebé en un brazo para estar a su lado, la otra mano me quedaba libre para llevar algún libro pequeño, y este fue “Cien siglos de pan”. Bendita elección. Esta fue la primera obra que me descubrió un trabajo único, una investigación apasionada, rigurosa y, sobre todo, interdisciplinaria, con comentarios personales en los lugares adecuados y profundas reflexiones sobre la historia de los alimentos peruanos. Fue como una pedrada en ojo de tuerto, pues no solo fue parte importante de la investigación que iniciaba yo, sino que —al leerlo— surtía un efecto catalizador en mi trabajo. No voy a hablar de su prolífica producción científica, sino solo recordar al hombre que fue el fundador de la etnomedicina peruana: un potencial que todavía no es suficientemente valorado en medios académicos al servicio de la salud humana. Nuestros caminos fueron trazados a la inversa: un médico quien terminó en la historia, yo voy en sentido opuesto, pero siempre pensando en la salud de los peruanos. ¡Gran loa al maestro Cabieses!
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