Solo la cúpula de la Santa Sede, algunos versados en derecho canónico y los cardenales tienen idea de cómo es la vida en el interior del Vaticano. A veces ni siquiera ellos. El funcionamiento de la ciudad-Estado, blindada por las tradiciones y el secretismo de una teocracia milenaria, es una incógnita para los billones de católicos que profesan esa fe. Sin embargo, a nadie se le escapa que existe un juego de poder cortesano propio de todo reino, como tampoco las profundas diferencias doctrinales que dividen a los creyentes y a sus representantes. Fernando Meirelles, con Los dos papas, ha querido iluminar esa zona de sombras.
Para ello, se vale de varios recursos. El más efectivo es apelar al contraste entre Benedicto XVI y Francisco, el último de una tradición versus el primero de otra. A la pulcra ortodoxia de Ratzinger se opone la heterodoxia latina de Bergoglio. Al piano de salón, el fútbol de barrio. Al símbolo dorado y al ornamento, la pizza al paso y el pastoreo a pie. El director se empeña en crear un contrapunto equidistante respecto de un objetivo mayor, elusivo: cómo gobernar la Iglesia católica. Debajo de esa cruz gigante, los adversarios se revelan hermanados en la pequeñez. “Mientras peor sea el pecado, mayor será la bienvenida”, sostiene el hincha de San Lorenzo mientras reabre las puertas de la parroquia a las ovejas descarriadas en busca de comunión. “La próxima vez usted deberá decir lo contrario de lo que piensa para que los periódicos no lo malinterpreten”, replica el descendiente de Pedro, mientras la cámara muestra unos zapatitos rojos escandalizados por la osadía.
El catolicismo está cada vez más reducido a su versión BBC (bodas, bautizos y casamientos).
Podría ser una linda fábula y se disfruta como tal. Las actuaciones de Hopkins y Pryce ayudan a ello. También, la idea del amor entendido como una lección natural que, pese a las diferencias ideológicas, predomina y exculpa: al alemán, por no haber combatido a los predadores sexuales dentro del clero; al argentino, por no haber evitado que dos jesuitas cercanos a él sean secuestrados y torturados por la dictadura militar. En ambos casos, la confesión y la contrición parecen devolver la paz a los elegidos. Un final, digamos, feliz.
Pero, una vez acabada la película, el cuento de hadas se extingue y vuelve la amargura. ¿Cuánto ha cambiado el catolicismo desde que Bergoglio lo dirige? Desde el Perú se ven pocos cambios. Las víctimas del Sodalicio siguen sin obtener reparaciones. El acoso judicial a Paola Ugaz se ha convertido en un caso paradigmático de amedrentamiento a la prensa. La construcción de la ultraderecha amarilla sigue cobijándose debajo de las faldas de la religión para insuflar discursos de odio y atraso. El catolicismo está cada vez más reducido a su versión BBC (bodas, bautizos y casamientos) o a simple excusa comercial (Navidad). Malraux decía: “El siglo XXI será espiritual o no será”. Hoy tenemos poca idea de a qué se estaba refiriendo.
Dos papas conversan en la pantalla y es posible sentir, por primera vez, una suerte de nostalgia medieval. Felizmente, solo por dos horas.