Lima, 8 de noviembre 1987. Alfredo Tomassini, futbolista de Alianza Lima. [Foto: El Comercio]
Lima, 8 de noviembre 1987. Alfredo Tomassini, futbolista de Alianza Lima. [Foto: El Comercio]
Jaime Bedoya



Alfredo Tomassini debería estar panzón, con incipiente calvicie y un dolor menor en un hombro que se haría ver apenas tuviese tiempo, peajes de la edad con los cuales se aprende a negociar. Alfredo estaría sentado frente a un inmenso televisor curvo, esperando por el Mundial al que finalmente regresaríamos y que él nunca pisará por esa maldita prótesis que simula ser pierna, pago a cuenta de haber sobrevivido a la tragedia del Fokker.

Pero, en vez de esa imagen de apacible felicidad doméstica, otra, cruel y tétrica, se asocia a él cada diciembre. Y esa es la de Alfredo flotando una noche en el mar de Ventanilla aferrado a un pedazo de ala del Fokker, con una pierna destrozada, y sosteniendo una conversación impuesta, de vida o muerte, con el misterioso piloto del avión, Edilberto Villar.

La mitología sostiene que sobrevivió al impacto porque era blanco. Eso quiere decir que, además de bien comido, sabía nadar. Estuve en la misma promoción que Alfredo en el Markham, y dentro del enfermizo hábitat de pituquería jerárquica que por entonces operaba en el colegio, él estaba a buena distancia de la punta de la pirámide: cuando juegas al racismo siempre puede haber alguien más blanco o más oscuro que tú, y la victimización o el abuso se vuelven infinitos. Respecto a Tomassini, más bien había envidia: su dominio del balón y su capacidad para llevarlo adentro del arco ajeno eran un don superlativo. Con hacer goles así soñábamos todos, una y otra vez, sin cansancio y sin ninguna relación con la realidad.

Tranquilo, amablemente travieso, casi infantil en su trato, Tomassini se transformaba en un demonio cuando incurría en el área chica contraria. Todos los jugadores segundones de la casa deportiva que nos reunía —Guise—, camiseta color azul, lo teníamos por salvador y garantía de un campeonato interno que no merecíamos pero él siempre lograba. Era un 9 de raza, esos que todo lo ven gol, que con la bicolor hubiera revertido la triste herencia de triunfos morales de la que, ojalá, ya nos estemos liberando.

Alfredo apenas tenía meses en Alianza Lima cuando ocurrió la tragedia. Ya había marcado cinco goles para su equipo y, tal como sucede en el Perú —donde cambiar de distrito puede suponer cambiar de raza o condición social—, en Matute lo único más blanco que él era la línea de gol. Pero bajo la piel habita la gente. Y cuando la gente se encuentra en los colores, en vez de enfrentarse, se combina. Nació aliancista, se hizo victoriano.

El sufrimiento de los familiares de los futbolistas a bordo del Fokker resultó hondo y prolongado. La Marina no fue transparente en la explicación de los hechos. Algunos deudos alquilaron chalanas para ir a buscar a sus hijos, a quienes la esperanza les hacía sentir que podían estar aún vivos. Unos de estos fueron los padres de Alfredo. Lo sintieron, lo creyeron, un bien tiempo después del accidente.

Había rumores que alimentaban estos anhelos. Algunos de ellos decían que Tomassini había sobrevivido y la Marina se lo había llevado a España con otra identidad. O que vivía alcoholizado y amnésico en Huacho. Finalmente, sus padres murieron sin haber derrotado la pena. Ni siquiera tuvieron un cuerpo que enterrar.

16 futbolistas, los celebrados “potrillos”; el legendario Caico Gonzáles Ganoza; el entrenador Marcos Calderón; además de dirigentes, barristas, árbitros y tripulantes, murieron en ese avión hace 30 años. Con ellos se canceló una renovación del fútbol peruano que en esos tiempos era urgente. Y por eso tomó lo que tomó volver a ser competitivos.

Este Mundial también es para ellos.

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