R. Lee Ermey en su notable interpretación del sargento Hartman,  con Arliss Howard, como Private Cowboy. 
[Foto: Columbia / Warner Bros]
R. Lee Ermey en su notable interpretación del sargento Hartman, con Arliss Howard, como Private Cowboy. [Foto: Columbia / Warner Bros]
Claudio Cordero


Por Claudio Cordero

Nacido para matar (Full Metal Jacket) fue la segunda y última película de Stanley Kubrick estrenada en la década del ochenta. Como era costumbre en este director, la respuesta inicial del público y la crítica distó de ser eufórica. Kubrick hacía filmes para la posteridad, no para la taquilla del fin de semana o los festivales; sin embargo, resentía el precio de ser una leyenda viviente: no importaba qué tan buenos fueran sus trabajos, siempre eran comparados desfavorablemente con los que cimentaron su lugar entre los grandes. La ironía es que casi ninguna producción de Kubrick gozó de la aclamación en su lanzamiento original; ni siquiera 2001: odisea del espacio (1968) se salvó de ser incomprendida o, peor aun, ridiculizada. A La naranja mecánica (1971) le llovieron ataques por su estilo frenético y la descripción gráfica de la violencia; con Barry Lyndon (1975) ocurrió todo lo contrario: de pronto Kubrick era un académico que solo provocaba bostezos. Ni qué decir de El resplandor (1980), la más menospreciada de todas por ser un ejercicio de horror demasiado vulgar para los críticos intelectuales y demasiado cerebral para los amantes del género.  

Hoy esas películas son clásicos, lo que no quiere decir que a todos les hagan gracia, pero han resistido la prueba del tiempo con mayor entereza de lo que alguna vez se vaticinó.

Sargento Hartman (R. Lee Ermey).
[Foto: Columbia / Warner Bros]
Sargento Hartman (R. Lee Ermey). [Foto: Columbia / Warner Bros]

—La chaqueta metálica—
Todo comenzó con el deseo de Kubrick de hacer una película sobre Vietnam. Así se lo hizo saber al autor Michael Herr en 1980. Herr había ganado notoriedad con su libro Dispatches, uno de los reportajes más fehacientes escritos desde el frente de batalla. Recién en 1983 Kubrick descubrió el material literario que mejor se acomodaba a sus inquietudes artísticas (The Short-Timers, de Gustav Hasford) y emprendió con Herr la tarea de convertirlo en guion.

Kubrick no era ajeno al género bélico: en 1957 había filmado Senderos de gloria, quizá la mejor película sobre la I Guerra Mundial, junto con Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1931). Más que hacer una película antibélica, Kubrick estaba obsesionado con mostrar la guerra con total autenticidad, sin sentimentalismos; quería examinar el proceso físico y mental institucionalizado por el hombre para justificar la violencia más salvaje. Es decir, Vietnam era solo un pretexto para revelar la condición humana en situaciones extremas.

Dicho planteamiento alejaba a Nacido para matar de cualquier otra cinta de temática similar que Hollywood ofrecía en esos días. Su majestuosidad técnica y ambigüedad ideológica hicieron que fuera atractiva tanto para el público que apoyaba el revisionismo histórico de Pelotón (Oliver Stone, 1986), como para el que deliraba con las aventuras de Rambo II (George P. Cosmatos, 1985), representaciones contradictorias sobre la misma conflagración. También en 1987 Francis Ford Coppola estrenaba Jardines de piedra, y John Irvin hacía lo propio con La colina de la hamburguesa; pero la gran triunfadora de la taquilla fue Buenos días, Vietnam, de Barry Levinson, una amable pieza de nostalgia casi opuesta a Nacido para matar, salvo su gusto por la música pop. Más allá de los irresistibles sonidos de “Surfin’ Bird” y “These Boots Are Made for Walkin’”, aquí reinaba un sentido de absurdo y horror, una marcha fúnebre coronada por el himno del Club de Mickey Mouse.

[Foto: Columbia / Warner Bros]
[Foto: Columbia / Warner Bros]

—Palmeras en Londres—
Los rodajes de Kubrick eran célebres porque se llevaban en completo misterio y porque rompían el récord del anterior con respecto a su duración. El de Ojos bien cerrados (1999) ostenta la marca del rodaje más largo de la historia: 400 días. En el caso de Nacido para matar fueron casi 13 meses de filmación, lapso en que el actor principal Matthew Modine se enamoró, se casó y tuvo un hijo. De hecho, Oliver Stone consiguió financiamiento para Pelotón (estrenada medio año antes) gracias a la publicidad de que Kubrick estaba filmando sobre Vietnam.

Se podría decir que la vida era aquello que pasaba mientras Kubrick trabajaba en un filme. En el set de sus películas no había límites temporales o espaciales: dado que odiaba alejarse de casa (la última vez que se ausentó de Inglaterra, su país adoptivo, fue en 1968), hubo que reconstruir Vietnam en una zona industrial de Londres que fue decorada con palmeras especialmente traídas de España.

Habrá quienes juzguen que hay demasiada locura en el método de Kubrick, que no eran necesarios tantos años de investigación, tantos meses de filmación, tanta presión sobre los técnicos y los actores (Vincent D’Onofrio se rompió los ligamentos de la rodilla a causa del sobrepeso que exigía su personaje). Allá quienes prefieran la caricatura de un maniático obsesionado por el control. Quizá sea Matthew Modine —en su impresionante libro Full Metal Jacket Diary— quien mejor haya descrito al cineasta neoyorquino. “¿Fue un genio? ¿Cómo podría saberlo? Lo que sí puedo decir es que Kubrick era un artista en cada sentido y definición de la palabra. No hay duda de eso. Vivía y respiraba su arte”.

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