En su reciente crónica, “Orbitando Júpiter: mi semana con Macron”, el novelista Emmanuel Carrère reconoce como genuino el encanto hipnotizador del presidente francés. [Foto: EFE]
En su reciente crónica, “Orbitando Júpiter: mi semana con Macron”, el novelista Emmanuel Carrère reconoce como genuino el encanto hipnotizador del presidente francés. [Foto: EFE]


Por Gabriel Meseth 


La fascinación por el poder se halla en los orígenes de la cultura. Se percibe en Suetonio cuando recopila las hazañas y los vicios de los césares, o en el grueso de la obra de Shakespeare. Bajo esa lógica, los encuentros entre escritores y figuras de la política forman parte de una tradición —romantizada en House of Cards o El escritor, de Roman Polanski—. Un ejercicio de subjetividad que busca penetrar la humanidad detrás del poder, y que reconoce el potencial literario de quienes gobiernan el mundo.

En su reciente crónica, “Orbitando Júpiter: mi semana con Macron”, el novelista Emmanuel Carrère se explaya en la impronta de su obra narrativa. Con un pie en la realidad, Carrère no le huye a personalidades complejas y contradictorias, como la de Jean-Claude Romand, protagonista de El adversario, quien por dos décadas fingió ser un respetable médico de la OMS y prefirió matar a toda su familia antes que confesar la mentira. El escritor decidió aproximarse a otra figura que conmocionó a Francia: su nuevo mandatario, Emmanuel Macron, a quien Carrère perfila desde su propia perspectiva, nutrida por las dudas y reflexiones que surgen mientras observa cómo uno de los líderes más jóvenes y carismáticos torea los compromisos que depara su agenda presidencial.

No son novedad las credenciales que hacen de Macron un fenómeno en la escena política. Banquero de Rothschild con apenas 32 años, sacrificó su carrera en el sector financiero para enrolarse como secretario del Partido Socialista. Al poco tiempo, se convirtió en el protegido de François Hollande, y sirvió a su gobierno como ministro de Economía. Siempre heterodoxo, se saltó varios pasos en su ascenso meteórico al sillón presidencial. Cuando era un desconocido para el público, se reinventó en la campaña como “el outsider inspirado, místico, capaz de terminar un mitin dando la vuelta ante ocho mil personas, con los brazos en cruz, los ojos entrecerrados, salmodiando hasta que se le rompía la voz: ¡Los quiero!”.

Carrère insinúa que el milagro que simbolizó Macron luego de derrotar al Frente Nacional parece estar desvaneciéndose. Lo demuestra una caída histórica en los sondeos, asumida por Macron como una reacción natural a su estrategia. “Pienso que nuestro país está al borde del precipicio, pienso incluso que podría caer. Si no estuviéramos en un momento trágico de nuestra historia, no me habrían elegido — responde al autor—. Yo no estoy hecho para presidir un tiempo tranquilo… Yo estoy hecho para la tormenta”.

Macron lidera Francia con la misma seriedad y determinación con la que conquistó a su maestra de teatro, 24 años mayor que él, cuando era un estudiante melenudo. “Si no transformo radicalmente el país, será peor que no haber hecho nada”, le confiesa a Carrère. Frases para la posteridad que confirman por qué las comparaciones con Napoleón no le incomodan.

A la distancia, el escritor observa fascinado a su objeto de estudio. Carrère estudia el protocolo de Macron: “Hunde su mirada azul y penetrante en la tuya y no la aparta. En cuanto a tu mano, la coge en dos momentos: primero la toma de manera normal y después, como para demostrar que esta forma de agarrarte la mano no era distraída ni rutinaria, acentúa la presión mientras redobla la intensidad de su mirada. Se lo hizo a Donald Trump y el juego se transformó prácticamente en un pulso… Esta técnica hace maravillas con la gente cercana a él, pero es todavía más espectacular con los adversarios. La contradicción lo estimula, la agresividad lo galvaniza”.

Carrère no se cansa de buscar la falla. En tanto control, se asoma la teatralidad. Pero reconoce como genuino el encanto hipnotizador de Macron. Lo confirma cuando visitan juntos una isla francesa en las Antillas devastada por el huracán Irma. Una señora encolerizada reclama a gritos la falta de prevención. El jefe de Estado la mira fijamente, la deja vociferar hasta agotarse y, en ese instante, se acerca a ella. La mujer se calma, cede. De pronto, la mujer intenta librarse del hechizo: “¡Carajo, suélteme la mano!”.

El escritor estadounidense Graham Greene acompañando al general panameño Omar Torrijos poco después del golpe de 1968.
El escritor estadounidense Graham Greene acompañando al general panameño Omar Torrijos poco después del golpe de 1968.

                      —El síndrome de Napoleón—
Un encuentro lejano fue suficiente para alterar el curso de una vida. Lo manifiestan la correspondencia de Stendhal (Marie-Henri Beyle, 1783-1842). A pesar de su oposición al imperio bonapartista, Stendhal consiguió por influencias familiares un puesto como intendente del ducado de Brunswick. El futuro escritor formaría parte del cortejo de Napoleón en su majestuoso ingreso a Berlín.

“Vemos perfectamente a Bonaparte, pasa a quince pasos de nosotros, cabalgando”, anota en su diario. “Monta su hermoso caballo blanco, con una bella guerrera nueva, sombrero liso, uniforme de coronel de sus guardias, cordones. Saluda mucho y sonríe. La sonrisa de teatro, en la que se muestran los dientes, pero los ojos no sonríen”.

La impresión fue tal que definiría gran parte de su obra a partir del breve episodio. En Rojo y negro, Julien Sorel suele fantasear con las glorias del emperador, costumbre que lo dota de la ambición necesaria para abrirse camino en la aristocracia parisina.

El proyecto más ambicioso de Stendhal sería una biografía inconclusa de Napoleón para la que esbozó dos versiones, a las que dedicó toda una vida de investigación y reescritura, al tiempo que libraba su propia batalla contra la sífilis. El libro, interrumpido por una convulsión fulminante en plena vía pública, se publicaría mucho después de su muerte. Ciertos pasajes revelan la influencia que la ficción ejerce sobre el autor, incluso por encima del rigor histórico. No obstante, al narrar el contexto en el que aparece Napoleón y la épica de sus enfrentamientos, además de las conspiraciones para derrocarlo, aprehende la dimensión trágica de un personaje inabarcable.

                              —Té con Mussolini—
“Los retratos de contemporáneos no pueden respirar la paz que tratamos de dar a los cuadros del pasado”, sentencia el escritor alemán Emil Ludwig (1881-1948). “Historia contemporánea objetiva no es ni posible ni deseable”, agrega. El precursor de la biografía moderna, cuyo estilo complementa los hechos con elementos dramáticos y una lectura psicoanalítica, se sirvió de la celebridad cosechada luego de publicar sus perfiles de Beethoven, Goethe o Bismarck, para entrevistar a los líderes políticos de su tiempo.

Una vez desatada la Segunda Guerra Mundial, Ludwig compiló sus perfiles de Hitler, Mussolini y Stalin. Si bien pudo conocer a los dos últimos, fue el Duce con quien logró mayor acercamiento. Para Ludwig, se trataba del hombre de Estado más interesante de Europa, “pese a ser el amigo público de Hitler y el odiado líder de un mundo antidemocrático”.

En el curso de varios encuentros, Ludwig descifró el narcisismo de Mussolini, consciente de su apariencia externa sobre la masa. “Daría de buena gana una batalla vencida a cambio de no ser calvo”, ironiza. Ludwig se detiene en cómo la naturalidad con la que el líder fascista lo atiende se transforma en ínfulas de un César o un condottiere renacentista para impresionar a cualquiera que entre a su despacho. Sus orígenes humildes en un villorrio italiano, como hijo de un herrero anarquista y una maestra, revelan al biógrafo que una sombría violencia y un afán autodidacta se hallan en constante tensión al interior del Duce.

¿Qué habrá pensado el italiano al leer las comparaciones que Ludwig establece entre Hitler y él? A ojos del autor, es notoria la superioridad de Mussolini. Sobre el líder nazi vertería todo su desprecio. “La expresión de su rostro no es la de una persona que tiene pleno dominio de sí mismo, sino de un convulso demencial”, observa.

“Si Mussolini apoya en su aventura a su imitador, terminará hundiéndose con él”, asesora Ludwig en su diagnóstico. Consejo que, de haberlo seguido, quizá habría salvado al Duce del salvaje linchamiento perpetrado por la multitud que tanto le temía.

Emil Ludwig escribió la biografía de Benito Mussolini, a quien consideraba el hombre de Estado más interesante de Europa.
Emil Ludwig escribió la biografía de Benito Mussolini, a quien consideraba el hombre de Estado más interesante de Europa.

                             —El general en su laberinto—
El caudillismo en América Latina ha sido narrado desde perspectivas enfrentadas. Lo demuestra el comandante Omar Torrijos, proclamado líder de la revolución panameña luego de un golpe de Estado en 1968.

En El hablador (1987), Mario Vargas Llosa recuerda la entrevista que le brindó el general para La torre de Babel, programa sui generis en la televisión peruana: “Aunque en teoría estaba apartado del gobierno, seguía siendo el amo y señor del país. Pasamos todo el día con él, y, aunque se mostró muy amable conmigo, no me dejó esa impresión tan grata que ha dejado a otros escritores que fueron sus huéspedes. Me pareció el típico caudillo latinoamericano de ingrata memoria, el hombre fuerte providencial, autoritario y machista, al que toda una corte de civiles y militares (que, en el curso del día, fueron desfilando por el lugar) adulaba con un servilismo que daba náuseas”.

Una percepción radicalmente opuesta a la de Graham Greene, simpatizante de las causas de izquierda. Invitado por Torrijos a su mansión de Coclesito, no opuso resistencia. Del encuentro surgió la absoluta confianza del general hacia Greene, convertido en compañero de viajes y asesor personal para asuntos de la región. Como recuerda en su libro de memorias, Descubriendo al general (1984), Greene participó en las reuniones con otros revolucionarios de Centroamérica y en las negociaciones con el presidente Jimmy Carter para devolver al país caribeño la autonomía sobre el canal de Panamá. “El miedo se experimenta con facilidad, pero la diversión es difícil de encontrar en la vejez, motivo por el que sentía gratitud hacia Torrijos”, escribió.

Vargas Llosa y Greene coincidirían en su reacción ante la muerte intempestiva de Torrijos. “Dos días después de haber llegado a Lima, de vuelta de Panamá, Lucho Llosa, Alejandro Pérez y yo nos quedamos fríos: Torrijos acababa de matarse en el avioncito en el que nos mandó llevar de Coclesito a la ciudad de Panamá. El piloto era el mismo con el que habíamos viajado nosotros,” escribe el peruano. Greene siempre sostuvo que no fue un accidente; una bomba plantada por la CIA al interior de un magnetófono era la teoría más plausible.

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