Valeria Román ganó, con solo 19 años, el Premio José Watanabe 2017. Es la poeta más joven que ha recibido este galardón.
Valeria Román ganó, con solo 19 años, el Premio José Watanabe 2017. Es la poeta más joven que ha recibido este galardón.


Por Roberto Valdivia

Una forma hasta cierto punto caprichosa de revisar la historia de la poesía peruana es verla como la de un péndulo que alterna entre épocas de escrituras ligadas a lo académico-oficial y las lanzadas hacia el descubrimiento desde lo experimental, lo no convencional y, más recientemente, lo amateur. Luego de al menos tres décadas parece que el péndulo ha decidido regresar al segundo lugar. El resultado: poetas que distribuyen sus poemas a través de Internet en páginas web con diseños pop, que leen en recitales que son fiestas frente a un centenar de personas, y que parecen los primeros pasos de un posible movimiento cultural. Lugares donde la poesía no se encuentra sola, sino acompañada por bandas de sadwave prestadas de los lugares más recónditos de YouTube.

Sería un error pensar que el proceso de construcción de esta escena comenzó ayer. Si hay un punto de partida, se remonta a inicios de la década, cuando el colectivo Dragostea en Cusco y la revista Mutantres en Lima comenzaron sus labores y sentaron las bases para cuestionar la poca poesía atendida por la casi inexistente crítica. Ambos proyectos fueron responsables de irradiar influencias antagónicas a lo publicado por las editoriales independientes de los 2000 y lo premiado en los Copé. Más que una generación de parricidas, los nuevos poetas son huérfanos. No es una noticia que desde hace décadas la poesía peruana ha dejado de recibir la luz de los reflectores que gozaba antes. Los premios, las reseñas y las publicaciones en editoriales “de prestigio” dejaron de significar cosas importantes para las carreras de los nuevos. El desprestigio de “la vía oficial” y la relación con la Internet y la cultura pop cambiaron decisivamente el aprendizaje de estos. A excepción de los poetas universales de hace un siglo, no hay en realidad un canon que recorrer cuando uno se hace poeta. Esta orfandad es el factor lúdico que ha iniciado la fiesta.

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En ese viro de influencias la poesía posconceptual norteamericana, la alt lit y las nuevas movidas mexicanas y españolas, distribuidas a través de la red, marcaron el inicio de un nuevo sujeto poético. El nervous young man es una suerte de personaje posirónico —hastiado de lo posmoderno inteligente y cínico (repetido incontables veces en el Perú desde los años noventa)— y sentimental (despectivamente “sentimentalito”). Este es el nuevo protagonista de libros como Los tiempos jurásicos de Kevin Castro, Feelback de Valeria Román (el premio Watanabe más joven de su historia) o Hablemos de mí, mientras las hormigas devoran el sol del andahuaylino J. Estiven Medina Ortiz, por mencionar tres ejemplos.

¿Es esta camada de poetas, integrada mayormente por autores que escriben desde esa pos-posmodernidad, el nuevo “siguiente paso” de la poesía peruana? Sería algo difícil de precisar por ahora. La mayoría de ellos nacieron entre 1985 y los primeros años del siglo XXI. Provienen de una clase media que tiene una relación con la cultura pop sin precedentes en la literatura peruana. Escriben poesía como distribuyen memes, revisan el material cultural de series norteamericanas como telenovelas locales y lo consideran material poético. Lo pop se ha cimentado de tal forma en las psiques de la generación que las referencias a películas y canciones son abundantes. Claro, la ruptura entre alta y baja cultura no es nada nuevo, a lo que me refiero es que para esta generación los elementos no literarios son tan naturales que pueden ser utilizados en la escritura sin la sensación de estar metiendo un rehén a la fuerza.

Asoman los autores de la Nueva Sinceridad norteamericana (Wallace, Vollmann) o el maximalismo (Pynchon), quienes aterrizaron en el Perú gracias a la aventura del 2008 del arequipeño César Gutiérrez y B0MB4RD3R0, libro cuya influencia se percibe en Norcorea de Kevin Castro o en Starfuckers de Jorge Castillo.

Por ahora la obra de los sentimentalitos se mantiene en la marginalidad. Tres focos irradian estas escrituras (aparte de la capital, Cusco y Arequipa son centros de conspiración para estos nuevos autores). Páginas web y revistas virtuales soportan esta escena (Verboser, Transtierros y Mutantres son algunas). Autores como Urpi Orihuela, Ana Carolina Quiñonez Salpietro, Ana Carolina Zegarra o Álvaro Cortés Montufar hacen caminar lo pop desde las pantallas de sus computadoras a las calles de la cultura chicha peruana.

Algunos mimetizan el habla de Internet y otros lo desmontan. Todos gozan de rápidos cerebros hipervinculares. Ninguno de ellos ha publicado un libro definitivo (a pesar de que existan unos muy buenos) ni tampoco, claro, vive de lo que escribe.

Si esto fuese efectivamente una fiesta, serían las 10 de la noche en una azotea donde la música suena alto y las personas entran por montones, pero nadie sabe de verdad si será la farra de sus vidas.
Fuera de la escena generacional, la crítica ha seguido esperando a la nueva poesía en la puerta del mismo hotel de hace treinta años. ¿Qué sucede si, mientras los fans gritaban, la poesía escapó del edificio? Pasar de ser niños solitarios a padres les costará muchísimo a estos autores. Por ahora la promesa de ellos está escrita, con un corazón sobre la corteza de un árbol.

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