Rafael Osterling: repasamos sus inicios, cocina y decisiones
Rafael Osterling: repasamos sus inicios, cocina y decisiones

RAFAEL OSTERLING

Hace ocho años que se moviliza en moto. Por las calles de Lima conduce su Vespa, como emulando a Marcello Mastroianni, conduciendo a 50 km por hora. Se siente libre, pero se reconoce prudente. Tal como es hoy su cocina. Porque es cierto que Rafael ha hecho en su vida lo que ha querido, pero en la práctica de su soberanía la sensatez siempre ha sido su acompañante.

Fue sensato cuando cambió la diplomacia por la cocina. Había terminado Derecho en la Universidad de Lima, se graduó de abogado, se colegió. Y justo cuando su padre (el recordado senador Felipe Osterling) dirigía el Congreso de la República, el autogolpe de Fujimori terminó de cambiar su destino. 

A los 23 años, este rebelde con ley tenía claro que mandaría todo al diablo para convertirse en cocinero. De raza le venía al galgo. Josefina Letts –su madre, a quien pronto honrará bautizando en su nombre el nuevo restaurante La Brasserie de Josephine– cocinaba como los dioses, y su arte lo atrapó.
 
EL SER CULINARIO

Hace unos meses que la Poissonnerie de l’Avenue cerró sus puertas. El restaurante del barrio londinense de Chelsea, favorito de figuras como Mary Quant y Roger Moore, fue uno de los primeros donde Rafael Osterling encaró el fogón cuando llegó a Londres, en 1994. Luego vendrían los estudios en Le Cordon Bleu París, el trabajo en Le Grand Véfour del célebre Guy Martin y otros tantos lugares que ayudaron a pulir la técnica del joven aprendiz peruano que también hizo suyo ese modelo francés del chef perfeccionista y tirano. 

“Era de los que gritaba y botaba platos enteros a la basura”, recuerda hoy, riéndose con ese desenfado tan suyo. “Pero después de 6 o 7 años opté por aleccionar a los muchachos, y resultó mejor”, reconoce este chef que podría ser considerado el ‘big brother’ de la nueva cocina peruana, pues desde que abrió el Rafael por allí pasaron unos novatos Iván Kisic, Pedro Miguel Schiaffino, Virgilio Martínez, Rodrigo Conroy, Arlette Eulert y Moma Adrianzén, entre otros.

Todos ellos conocieron de cerca el estilo del chef. “Cocina de autor –la llamaron– con fuerte identidad mediterránea”, pero era el propio Rafael el que confesaba que su práctica estaba basada en los sabores de casa (su casa) “con un toque de finura”. Y es que él se había criado entre el pollito al curry, los sesos arrebozados y el choucroute de Alsace, sabores del mundo con los que Josefina crio a sus cinco hijos.
 
TIEMPOS DE REVOLUCIÓN

El 29 de noviembre del 2000, la figura del nuevo restaurante fue así: Rafael tenía 29 años, una hija y una carta de 50 platos con toques algo vanguardistas para la época, y una barra tan notoria y festiva que desvirtuó el sentido gastronómico del novísimo lugar. Y así continuó por algunos años, hasta que la fiesta se terminó. El chef rectificó el concepto e inició una nueva etapa.

Rafael se concentró más en su cocina, en el respeto al producto y en la técnica. Inició su primera revolución y logró fidelizar a sus comensales, transformados pronto en habitúes que llegaban a pedir los clásicos del chef: las conchas a la parrilla con mantequilla de limón y ajo crocante, el steak tartare o el tempura crocante, el meloso de arroz con pato norteño o su crema catalana, por mencionar unos cuantos.

Cuando su cocina cumplió 10 años y parecía haber llegado a su mejor momento, Rafael Osterling hizo su primera “retrospectiva culinaria”. Reunió 120 recetas de aquellos platos que llama “clásicos atemporales” y las compartió en el libro “Rafael. El chef, el restaurante, las recetas” (Planeta). En él reconoció los pilares que fundamentaban su propuesta, que es gourmet pero pensada para el día a día. Pero a su cocina –hoy lo reconoce– le faltaba evolucionar más.

Rafael se había quedado estancado en lo conocido. ¡Eso se acabó!”, dice el chef, que a estas alturas dirige cuatro restaurantes (Rafael y El Mercado en Lima; Rafael y La Despensa en Bogotá) y está próximo a abrir dos más: uno de cocina casual llamado La Brasserie de Josephine y la sanguchería Félix, ambos en el Centro Empresarial de San Isidro. Su expansión también continúa vía Dirty Dog, la marca donde vuelca su pasión por el diseño y que nació como una línea de ropa para cocina, pero que luego evolucionó hacia todo tipo de objetos utilitarios y para decoración. 

¿Pero cómo pretende Rafael desarrollar esta nueva revolución? El chef no está solo. Ha formado un equipo creativo, integrado por Ricardo Martins, quien luego de trabajar con Virgilio Martínez en Senzo (Cusco), optó por viajar para nutrirse con nuevas experiencias culinarias. Estuvo en Holanda, Dinamarca, Francia y Australia, hasta que llegó a Rafael un año atrás.

También lo apoya Rodrigo Alzamora, quien en enero próximo vendrá a Lima desde Bogotá, y es jefe de cocina de Rafael. Y junto a ellos una decena de cocineros más, algunos de los cuales regresan de hacer pasantías en restaurantes como El Celler de Can Roca en Barcelona, Sacha en Madrid y Pujol en México D.F.
Rafael dice que la nostalgia no va con él. Su mirada hacia el pasado no es para recordar, sino para reevaluar y plantearse nuevos rumbos. Repetir no es su estilo; dedicarse solamente a dirigir tampoco. Ama cocinar, y hoy más que nunca está abocado a ello. En sus restaurantes y en casa, para sus dos pequeños, Emma y Félix, los hijos que tiene con Julia Viñas, una creativa argentina que ayudó a crear la marca Perú.

A sus 45 años Rafael mira más lejos en el futuro. Se imagina dirigiendo un pequeño restaurante, de solo 30 lugares, “donde yo esté siempre y haga una cocina superhonesta”. Un estilo al que está bien acostumbrado.

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