Celebrar el centenario de la muerte de un poeta puede parecer irrelevante a algunos o a muchos. Pero si decimos que ese poeta es el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), creador del Modernismo literario, la cosa cambia radicalmente.
Su nombre real fue Félix Rubén García Sarmiento, pero a su familia la conocían como “los Darío” (por el nombre de un viejo abuelo); por ello el poeta asumiría el nombre inmortal de Rubén Darío. Fue un niño genio que se hizo famoso por tener la capacidad de componer versos con una espontaneidad inusual. Con los años fue el capitán de una corriente literaria, con influjo del romanticismo y el simbolismo francés, pero que supo construir una propia personalidad: el Modernismo latinoamericano.
Sus iniciales intentos poéticos, todos rimados y en epístolas y breves poemas, revelaban a un adolescente marcado por el estímulo de lecturas más “avezadas” como las de los españoles románticos José Zorrilla y Ramón de Campoamor. A estos siguieron sus lecturas del francés Víctor Hugo; su afrancesamiento se fue acrecentando, tanto como sus ideas liberales y anticlericales.
Darío adoptó como medio de expresión poética principal el verso alejandrino francés, que supo adaptar a la métrica castellana. Eran los primeros pasos para constituir la corriente que haría conocida con el nombre de Modernismo.
A los 19 años, Darío viajó a Chile donde también recibió apoyo de poetas y mecenas. Escribió allí en los diarios “La Época” y “El Heraldo” de Santiago de Chile. En el país sureño publicó su primer poemario: “Abrojos” en 1887.
Al año siguiente, en julio, apareció “Azul”, el libro de poemas representativo de la sensibilidad modernista. La partida de bautizo de la primera corriente literaria autóctonamente hispanoamericana. Esos poemas y textos en prosas -algunos ya publicados en diarios y revistas chilenos, entre 1886 y 1888- tenían un influjo galicista muy claro, pero de un performance brillante, sonoro y ambicioso.
De Chile, Darío regresó a Nicaragua. Tenía entonces el cargo de corresponsal del diario argentino “La Nación”. Con ese carácter visitó en una escala en Lima al tradicionalista Ricardo Palma, ya una autoridad académica continental.
Vivió luego durante esa década final del siglo XIX en varios países centroamericanos, como Guatemala, donde no dejó de escribir en diarios. En 1890 publicó en ese país la segunda edición de “Azul”, con nuevos poemas. Luego viajó a Costa Rica donde pasó penurias económicas. A fines de 1891, deambulaba de Guatemala a Nicaragua, hasta que el gobierno de su país lo consideró como parte de la comitiva para viajar a Madrid (España), por las celebraciones del cuarto centenario del descubrimiento de América, en octubre de 1892. Su sueño de ir a Europa se concretaba de manera ideal: en medio de escritores e intelectuales.
En el camino conoció al poeta cubano Julián del Casal. En Madrid hizo buenas migas con los poetas Gaspar Núñez de Arce, José Zorrilla y Salvador Rueda, así como con los novelistas Juan Valera y Emilia Pardo Bazán. Fue especial para el poeta modernista conversar allí con el maestro Marcelino Menéndez Pelayo, pero también -como casi siempre hacía- se vinculó con políticos españoles (Emilio Castelar).
Rubén Darío fue cronista cumplido, enviando a “La Nación” una crónica semanalmente desde Madrid. Se solidarizó con España, por supuesto, y allí halló admiradores y seguidores de su postura literaria modernista, en ese momento vista como iconoclasta. Esos jóvenes eran Juan Ramón Jiménez, Ramón del Valle-Inclán y Jacinto Benavente, por citar tres de los más reconocidos.
Rubén Darío ya era un hombre de mundo. Cubrió la información en Paris, en abril de 1900, de la Exposición Universal. Se quedó allí por unos años, publicando en 1901 la segunda edición de “Prosas profanas”.
Quizás los años que vivió en el siglo XX fueron sus mejores literariamente hablando. En 1902 conoció al entonces joven poeta Antonio Machado. Nunca dejó de buscar apoyo de su gobierno, por ello fue feliz cuando se le nombró cónsul en París. Viajar era otra de sus necesidades y no paró hasta conocer gran parte de Europa central y el meridional.
En 1905, a la par que cumplía misión diplomática en España, publicó en Madrid un libro clave para su obra poética: “Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas”, editado nada menos que por Juan Ramón Jiménez.
En 1907, ya cuando había regresado a Europa, mantuvo contacto con artistas futuristas, pero su abrumadora sensibilidad lo mantuvo fiel a sus imágenes más bien clásicas; luego emprendería un proyecto novelesco que se truncó. Se trató de “La isla de oro”, que incluso llegó a publicar por entregas en “La Nación”. Sus devaneos novelísticos crecieron a la par que su apego al alcohol.
Pero regresó a París. La poesía lo llamaba de nuevo. Nació su “Canto a la Argentina” que auspició “La Nación” de Mitre. Las crisis alcohólicas se combinaron con viejas obsesiones sobre la muerte.
Volvió a América, a México de donde lo expulsaron, luego a Cuba donde ebrio intentó suicidarse. París lo esperaba para redimirlo ya en 1910. Allí siempre contó con el apoyo del diario “La Nación” que le publicaba artículos y notas.
En 1912 dirigió las revistas uruguayas “Mundial” y “Elegancias”. Regresó a Sudamérica, especialmente a Brasil, Argentina y Uruguay; se acercaba la hora de su autobiografía, que llegó a completar y publicar en la revista “Caras y caretas”, titulándose “La vida de Rubén Darío escrita por él mismo”.
En 1913 regresó nuevamente a París, y de allí tomó rumbo a la isla española de Mallorca, para empezar otro novela: “El oro de Mallorca”, que los críticos consideran el caso típico de una “autobiografía novelada”. El deterioro de su salud era evidente. Su alcoholismo se acentuó. Anduvo por París en tiempos previos a la “Gran Guerra” en 1914. Se encaminó a Barcelona, pero cuando se vio frente a la guerra europea huyó de ella. Y de nuevo, regresó a América.
En 1915, fue ovacionado en la Universidad de Columbia, Nueva York, cuando leyó su poema “Pax” (“Paz”). Protegido por el dictador guatemalteco Estrada Cabrera, luego arribaría a Nicaragua. Como si los espíritus de sus antepasados lo llamaran, Rubén Darío llegó a la ciudad de León, donde creció. Lo hizo el 7 de enero de 1916. Un mes después, el 6 de febrero, murió allí, en medio del calor popular, aplaudido, glorificado y amado. Sus restos se encuentran hoy en la Catedral Metropolitana de León, en Nicaragua.
El pueblo, amante de la retórica y las palabras rimbombantes, lo admiró desde un inicio, pero las vanguardias de los años posteriores le dieron la espalda. Solo el tiempo lo ha colocado en la justa medida de su aporte a la tradición poética hispanoamericana.
Fue el fundador de una corriente literaria tan válida como el viejo romanticismo o el nuevo surrealismo o cualquier otra vanguardia. Su legado fue sólido y solo hoy se puede ver su esfuerzo por dejar algo original a las futuras generaciones de poetas y literatos del siglo XX.