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Febrero era el mes esperado por cientos de niños que aprovechaban los domingos de carnaval para entregarse al juego con agua. Durante el siglo XX, en Ancón, Callao, Rímac y Barranco, por mencionar algunos distritos, se realizaban bailes de disfraces en las plazas y los malecones.
Al caer la tarde, muchos distritos realizaban desfiles con carros alegóricos. En 1954 el recorrido se inició en el Campo de Marte y terminó en la Plaza de Armas. Miles de personas aplaudían a las reinas arrojándoles serpentinas, papel picado y flores. Cada carro llevaba a una reina.
Los distritos de La Victoria, Pueblo Libre, Magdalena, San Miguel tenían a su soberana, pero también estaban la reina de la Alegría, de la Farándula, de la Colonia China y Japonesa. Todas ellas iban acompañadas de bandas de músicos, comparsas y los carros de baterías Etna, Compañía Peruana de Teléfonos, Jockey Club del Perú y Chiclets Adams.
La noche terminaba con los bailes de carnavales que se realizaban en las casas y los clubes de moda. Durante los carnavales los adultos aprovechaban para sacar a su niño interior. Las damas se cubrían con antifaces mientras que los caballeros se disfrazaban de marineros o usaban máscaras.
Y así transcurrían los tres días de carnavales. Poco a poco el juego con agua se tornó violento. La famosa matachola contribuyó a la prohibición del desenfreno carnavalesco, que fue arrinconado a los domingos. En la década del 80, los globos con agua caían desde las azoteas de casas y edificios. Bandas de muchachos salían con baldes y betún a las calles. Si te agarraban desprevenido podías terminar embarrado en lodo. La tradición fue apagándose lentamente. Los carnavales de nuestros días se limita al chapuzón en una psicina.