Redacción EC

NELLY LUNA AMANCIO

Todos los sonidos concurren en la cima de esta elevación rocosa en : el viento que silba fuerte y remueve el polvo, los camiones de basura que salen e ingresan a un relleno sanitario, el vuelo de los aviones, la cumbia que escapa de la radio de una de las tantas chancherías clandestinas, los inacabables ladridos de los perros y las máquinas de la central termoeléctrica de Edegel. La arqueóloga Verónica Ortiz observa en silencio –y con algo de tristeza– el lugar donde en el año 7.000 a.C. los primeros hombres de la costa central fabricaron sus herramientas. La armoniosa confusión de sonidos que llega hasta arriba contradice la foto de abajo: la ciudad devorando los vestigios líticos de Chivateros.

Hace más de 20 años Verónica Ortiz se preguntó por primera vez cómo y quiénes fueron los primeros habitantes de nuestro territorio. Fue en una clase de historia en el colegio. Leyó́ sobre Chivateros y otros complejos prehistóricos: Pikimachay, Guitarrero, Lauricocha y Paiján. Supo de inmediato lo que iba a ser: la curiosidad la hizo arqueóloga y ahora, que administra el área de líticos del Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú́, continúa buscando respuestas en las piezas de esta colección.

Este mediodía de enero la arqueóloga ha dejado el museo de Pueblo Libre y ha llegado a Ventanilla para recorrer los alrededores del complejo Chivateros. No lleva sombrero, tampoco gafas de sol, solo un chaleco, agua y una brocha para separar la tierra de las piedras. Lo que ella ve –y no dice, pero piensa y oye– es cómo el crecimiento urbano propicia la desaparición de las últimas evidencias de nuestra prehistoria. “Están destruyendo los elementos que nos ayudarían a entender el inicio de la vida humana en el país”, lamentará después.

UNA BÚSQUEDA COMPLEJA
El acceso al complejo Chivateros es restringido. Se encuentra dentro de la propiedad de la termoeléctrica de Edegel (en el límite de Ventanilla con San Martín de Porres) y para ingresar, previamente, el Ministerio de Cultura debe solicitar el per- miso con una carta dirigida a la empresa. Nuestro pedido se envió́ un jueves: la autorización tomaba más días. El tiempo es relativo; la curiosidad, no.

Verónica Ortiz señala el lugar que un día antes dio como referencia en el Google Earth. Se trata de un cerro que colinda con la termoeléctrica (“debe tener las mismas características físicas que el complejo”) y al que solo es posible acceder atravesando con suerte alguna chanchería. Y la suerte –quienes han tratado de penetrar alguna vez la intimidad de una chanchería clandestina, entenderán– tiene la forma de milagrosa hazaña.

Un joven que ha oído hablar sobre los vestigios de Chivateros escucha nuestra búsqueda y acepta señalarnos el camino. Atravesamos su predio, sorteamos enormes y rosados cerdos, las miles de moscas y nos indica por dónde subir el cerro. Es la primera vez que la arqueóloga está tan cerca de Chivateros.

En la cima de esta breve elevación –sobre los 200 m.s.n.m.– Verónica Ortiz observa con desconcierto el lugar donde hace 50 años el arqueólogo estadounidense Edward Lanning halló los vestigios líticos más antiguos de la costa. “El problema es que [estos espacios] no se han estudiado y se están perdiendo porque la ciudad va creciendo. Muchas veces se sacrifican los sitios arqueológicos por el crecimiento de la ciudad”, dice.

La arqueóloga busca entre las piedras algún detalle y textura que solo un ojo entrenado puede notar: los cortes hechos hace miles de años por la mano de un hombre para elaborar una herramienta. “Todo este espacio fue la cantera de donde el hombre de Chivateros extrajo el material para fabricar utensilios, como las puntas de lanza que usaba en la caza”, señala.

¿Qué moviliza el ímpetu de Verónica Ortiz que ni el intenso calor del mediodía distrae sus pasos? “Me gustaría conocer cómo era el hombre en ese momento, cómo enfrentó las dificultades. Él, de alguna manera, fue también un investigador, analizaba su medio ambiente para adaptarse y sobrevivir”.

El hombre que habitó estas tierras vino del norte. Los registros señalan que un intenso proceso de deglaciación generó grandes migraciones. “Los cambios fueron catastróficos. El mar subió́ 50 metros, esto originó una migración hacia el sur”, describe la arqueóloga.

Tal momento en el tiempo habría sido un gran laboratorio de prueba. “Aquellos hombres –cuenta Ortiz– tuvieron que conseguir su alimento, cazar y recolectar, así́ llegaron a un conocimiento incipiente en la domesticación de algunas plantas, también así́ debieron aprender a conocer el mar. Parte de la comida que hoy disfrutamos se la debemos a la geografía, pero también al conocimiento de estos primeros habitantes”.

“ESTE ES EL LUGAR”
En esta zona, el vuelo de las bolsas de plástico reemplaza el aleteo de las aves. Son arrastradas por el viento y se pierden entre los cerros. Sobre la loma hay huellas de camiones. “La tierra ha sido removida”, dice la arqueóloga, quien sigue hurgando entre las piedras, en busca de alguna que le dé un indicio, una respuesta.

Si los centros arqueológicos de mil o dos mil años de antigüedad son dañados o destruidos con frecuencia, los sitios prehistóricos son removidos sin que siquiera alguien se percate. “Sin su contexto una pieza pierde su valor histórico”, explica.

Un par de horas después de recorrer la cima del cerro, Verónica Ortiz encuentra una preforma lítica: “Aquí́ está el corte, este es el negativo”, detalla mientras sacude el polvo con su brocha. Más allá́ encuentra otra, aunque menos definida. “Este lugar es parte del complejo”. Por primera vez desde que llegó, sonríe con seguridad.

La arqueóloga no puede hacer nada con las piezas que va encontrando, solo limpiarlas. Necesita realizar un trámite administrativo para que los arqueólogos del Ministerio de Cultura vengan luego a buscarlas. Su lucha y la de otros investigadores de la prehistoria peruana es solitaria y desigual: la ciudad avanza más rápido que su inagotable esfuerzo.

Contenido sugerido

Contenido GEC