Ignoro si Luis Salazar Belito tiene hijos. De ser así, va a pasar un mal rato tratando de explicarles el lío en que lo han metido.
Porque haber sido asociado al incendio de Larcomar, con recompensa incluida por su paradero, acaparar carátulas en diarios y portales, mientras las redes sociales se inflamaban de adjetivos en su contra, no se mitiga con un simple “no te preocupes, hijito”.
¿Cómo hacerles entender que un comunicado del Ministerio del Interior le ha arruinado la vida a este modesto trabajador? Sí, se la ha arruinado, porque, pese a los intentos de explicaciones, haber dejado entrever que ha sido partícipe de una de las peores tragedias ocurridas en los últimos años no se borra con una declaración.
El comunicado de marras, publicado la noche del miércoles, señala que el “incendio en Larcomar podría haber sido provocado” y que existía una correlación entre el siniestro y la persona (Salazar) que aparecía en un video de seguridad. Y como si fuera un peligroso requisitoriado, se ofrecían 15 mil soles por su identificación, ya que se hallaba “no habido”.
¿Los investigadores no podían solicitar la relación de personas que trabajaron en la sala de cine el día del siniestro y cotejar sus fotos con quien aparecía en las imágenes? ¿Un caso de esta dimensión, sobre el cual se tejieron diversas especulaciones, no exige acaso un manejo más cauteloso y sutil? ¿Y, lo más importante, dónde quedó la presunción de inocencia?
La cadena de errores no terminó ahí: la explicación dada por el ministro Carlos Basombrío respecto a la actitud de Salazar durante el incendio (“se ve a una persona que no está ayudando, ni que está asustada o que está preocupada”) no resiste el menor análisis. Su viceministro, Rubén Vargas, ha dicho que la difusión del comunicado se hizo para “llamar la atención”. Basombrío, además, evitó rectificarse y dijo que si se diera otra oportunidad, volvería a sacar un comunicado similar.
La inseguridad nos pone nerviosos a todos. Genera indignación e impotencia, más aun ante el recrudecimiento de delitos que parecían controlados (asaltos a bancos), la persistencia de otros como el sicariato (el asesinato de un fiscal en Moyobamba), los robos menores y psicosociales como el que acaba de dejar un muerto en Huaycán.
Pero los llamados a controlarla no deben perder los papeles. Vencer a la delincuencia requiere una alta dosis de paciencia para soportar los tropezones propios de una guerra de largo aliento.
Ante el clima de hartazgo que se respira en las calles, el Gobierno comete un error si cree que va a ganar unos puntos en las encuestas “visibilizando” de esta manera su sensibilidad.
Lo único que consigue es acrecentar la sensación de caos y dar comida a sus hambrientos opositores.