Qué difícil resulta dar los buenos días en tiempos en que los contagiados por el coronavirus se mueren en las puertas de los hospitales, las camas UCI empiezan a escasear y cientos de compatriotas abandonan la capital a pie, con lo poco que tienen, rumbo a sus lugares de origen, en una desesperada huida del hambre y del olvido.
Y es más difícil aún cuando nos enteramos que el Congreso de los hurras y abracitos en plena pandemia, ha elegido como presidente de la Comisión de Fiscalización nada menos que al ex contralor Édgar Alarcón, quien fuera destituido de su cargo por estar implicado en presuntos casos de corrupción.
El señor Alarcón se ha defendido señalando que no existe impedimento legal para el ejercicio de su nuevo cargo, lo cual es cierto. Sin embargo, algunos esperábamos que este nuevo Congreso, consciente de su enorme responsabilidad ante la historia, tuviera un gesto que sirviera como una suerte de parteaguas ético ante las tropelías cometidas por el Parlamento anterior.
Qué equivocados estábamos. O, mejor dicho, qué ingenuos fuimos.