No queda claro aún en qué circunstancias el congresista Fredy Otárola resultó con el tabique roto tras chocar su auto con el que conducía el taxista Anatilo Chiriboga. Las versiones sobre si existió una agresión premeditada son contradictorias y las suspicacias sobre el rigor de la investigación policial persisten. Quien ha sufrido un episodio similar sabe que en nuestras comisarías abundan los seguidores de Houdini y David Copperfield, que hacen magia con los atestados en favor del mejor postor.
En lo que tendría que haber certeza, más allá de cómo se desencadenó el hecho, es en que el señor Chiriboga no debía estar manejando ni en las calles de Lima ni en las de ninguna ciudad del país. Una persona que arrastra 52 papeletas en su récord como chofer, 37 de ellas graves y 4 muy graves, está incapacitado para conducir, es un peligro para cualquiera, incluso para él mismo. Más aun si su labor es realizar un servicio tan delicado como el transporte de pasajeros.
Décadas de permisividad son las causantes de que existan miles de personas como el señor Chiriboga al volante de un auto en Lima. Bajo el pretexto de la necesidad de buscar un medio para sobrevivir, le hemos entregado a sujetos inhábiles para conducir un arma con la que pueden destruir sus vidas y las de los demás.
¿Y qué hacemos con el electricista desempleado, el maestro que no llega a la quincena o el ingeniero despedido a los 50 años que no encuentra quién lo vuelva a emplear?
Es, quién lo duda, una situación delicada. En nuestro país nadie está libre de perder el trabajo y optar por alquilar un auto (o usar el propio) y hacer del taxi su sustento de vida. O simplemente salir a dar unas vueltas para juntar unos soles y poder llegar a fin de mes.
Pero esa no debe ser la justificación para mantener esta política de completa libertad y no establecer algunas exigencias para prestar el servicio. En principio, la elemental, es saber conducir y quien arrastra tantas infracciones sencillamente no sirve para ese oficio.
Sería injusto, sin embargo, acusar solo a los taxistas de los estropicios que se cometen en las calles todos los días. El virus de la mala conducción lo padecen desde el más desaprensivo chofer de mototaxi hasta el ostentoso dueño del último Audi desembarcado en Lima. La mayoría sabe tanto del reglamento de tránsito como de física cuántica, y se zurran en los semáforos, las señales y los policías, sin el menor embarazo.
Hace un par de días, en la columna que publica en este Diario, David Rivera decía que el país lo que necesita es un Estado más grande y eficiente. Pero no ese monstruo con cara de cuco con que ciertos economistas nos quieren asustar, sino un Estado que sirva, mande y haga cumplir la ley.
En nuestras calles ese Estado es inexistente porque a sus representantes –la policía, el reglamento de tránsito, la municipalidad, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, el SAT– nadie les hace caso. Ha dejado que lo maltraten y manoseen a su gusto, bajo mil y una justificaciones, permitiendo así que se construya el reino perfecto de la impunidad.