(Foto referencial: El Comercio)
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Angus Laurie

En el 2013, el Banco Mundial publicó un estudio sobre una ciudad de América Latina. Este trabajo identificó que, durante la década de los 90, el sistema de transporte de esta urbe presentaba graves problemas, como “deficiencias en la organización del sistema de autobuses (propiedad fragmentada, competencia entre empresas operadoras para conseguir pasajeros, informalidad y falta de gestión profesional, y una carencia de integración entre los sistemas de autobuses con el metro subterráneo), niveles elevados de contaminación del aire y accidentes relacionados con autobuses”.

Para cualquier limeño, esto sonaría como parte de su experiencia cotidiana, pero el estudio se refería a Santiago de Chile.

Después de desarrollar el Plan de Transporte Urbano para Santiago 2000-2010, el Gobierno Nacional de Chile implementó su reforma de transporte. Aunque el proyecto tuvo varios problemas iniciales, incluyendo protestas masivas por los operadores de las antiguas líneas de micros, en el largo plazo ha logrado un cambio marcado en el desarrollo de la ciudad. Según el Banco Mundial, ha conseguido mejorar la seguridad vial, reduciendo accidentes; ha bajado los niveles de contaminación en el ámbito metropolitano; ha aumentado la cobertura de la red de transporte público, generando un sistema integral con paraderos iluminados y terminales formales; ha reducido la congestión en la ciudad; y ha generado una alternativa que pueda competir con el automóvil privado en el largo plazo. En el caso de Santiago, la reforma de transporte fue liderada por el gobierno nacional.

Mientras tanto, en Lima, la posibilidad de lograr una reforma parecida está en manos del Congreso de la República, donde todavía no se ha debatido el proyecto de ley para crear la autoridad de transporte urbano para Lima (ATU).

Como hemos visto en el caso de la mafia de estacionamientos en Gamarra, la cual generó un ingreso anual de S/20 millones solamente por cobrar cupos para estacionarse, existen grandes intereses económicos tras las decisiones políticas, y que a menudo tratan de mantener el statu quo, apoyando la informalidad en el Perú. En el caso de la ATU, el riesgo es que el Congreso interponga los intereses económicos de los dueños de las rutas actuales por delante del progreso económico del país a largo plazo.

En el contexto de una elección municipal en la que hasta ahora no existen propuestas serias por parte de los candidatos principales sobre cómo resolver el tema del transporte público, la existencia de la ATU es aún más necesaria. El número de vehículos de transporte para las personas en Lima y su informalidad son las principales causas de congestión. Es más, en gran parte, gracias a este problema es que Lima está entre las ciudades más contaminadas en las Américas y entre las más peligrosas en términos de accidentes de tránsito.

Sin debatir la creación de la ATU en el Congreso, seguiremos esperando.

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