La primera vez que se arrodilló el hombre fue ante una piedra. Probablemente porque la vio llegar como una bola de fuego. Una estrella que cae es un regalo de los dioses, sin duda. O acaso la mismísima deidad personificada en granito. Por eso todos los clanes y tribus tenían sus piedras sagradas. Una piedra lanzada al aire era el santo y seña de los romanos cuando invocaban a Júpiter. Beth-el es la roca sagrada de los árabes, el betelio para los sirios. El Cipo de Horus era la estela de granito que los egipcios usaban como antídoto mágico contra el veneno del escorpión. En la India todavía se estila poner a una piedra como testigo.
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El culto a las montañas vendría después. Por su perennidad, invariabilidad, inmovilidad, unidad, energía y fuerza, las grandes formaciones rocosas se erigieron en la morada natural de los dioses. Una ‘petra genetrix’ —‘roca fecunda’ en latín— representa el mito cosmológico de los misterios romanos. Los druidas celtas trabajaban con piedras oscilantes para combatir la infertilidad. Los megalitos funcionan desde siempre como morada de los muertos y de sus espíritus. El cristianismo erigió ermitas y colocó cruces incisas sobre las piedras. Las circunferencias concéntricas de rocas ígneas en Stonehenge, Inglaterra, era el observatorio astronómico que predecía las estaciones. Y así, en el origen de todas las cosas siempre hay una piedra sagrada.
Complejo piramidal
“Siempre presente, inalterable, digna, fuerte / tu rugosidad, tus grietas, me conmueven / me llevan a imaginar mundos ocultos / tú mi rumi me acompañas / me recuerdas de vínculos ancestrales / conectas mis mundos de arriba y de abajo con mi presente / eres mi memoria que resiste al tiempo / tú, piedra sagrada”, declama Augusta Sarria Larco, artista subyugada por el telúrico influjo de la energía pétrea. Pensó en rendirle tributo al lanzón monolítico de Tello o a la Estela de Raimondi, que están en Chavín de Huántar. Al final, ganó la piedra sagrada que reposa en la cima de Huaca Larga, Túcume.
“Es una partecita del cerro La Raya y ha sido venerada desde antes de la llegada de los incas, quienes también le ofrecieron sus ofrendas. Fue venerada también por los chimús. Es una piedra simple, sin ningún diseño ni ornamentación, sin embargo está rodeada de muchos rituales y ofrendas a través del tiempo, como el sacrificio de 80 jóvenes que le ofrecieron su fuerza y juventud, lo mejor que tenían, para que mejoren las condiciones climatológicas. Hasta el día de hoy van los chamanes a hacer rituales allí mismo. Por eso está tan resguardada”, dice la artista.
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Como se sabe, el complejo piramidal de Túcume y sus 26 huacas fueron el centro de la cultura Sicán o Lambayeque. Construidas entre los años 1000 y 1370 d.C., se cree que su gran arquitecto fue Naymlap, un héroe mítico que salió del mar. Motivo de estudio de Alfred Kroeber, Wendell Bennett y Richard Schaedel, el conjunto de edificios alcanzaría renombre recién en la década de los noventa cuando el famoso explorador Thor Heyerdahl se queda prendado del lugar, forma un equipo de investigadores, concreta un museo de sitio para albergar sus tesoros y le dedica un hermoso volumen: “Pirámides de Túcume: la búsqueda de la ciudad olvidada del Perú” (1996).
Huesos de la tierra
Que sea uno de los pocos restos arqueológicos del mundo edificado para adorar una piedra y la importancia de ésta en el devenir del hombre andino —que sabe diferenciar entre una roca común y corriente (rumi) de una sagrada (wanka)—movilizaron la sensibilidad de Sarria, quien las considera espíritus pensantes. “Son una metáfora de resistencia al tiempo y de elementos que unen los mundos de abajo, arriba y presente. Representan la fuerza de la pachamama. Son sus huesos. Ese concepto está relacionado a la cosmovisión andina. Cerca de los caseríos en la sierra hay grandes piedras a las que le hablan, les temen. Por eso le hacen pagos a la tierra todo el tiempo. La piedra, como ser viviente que es, guarda el saber de nuestra historia pasada”.
Esa es la génesis de “Paisajes rituales”, doce cuadros en técnica mixta sobre papel algodón en tela que, en estricta observancia del distanciamiento social, se dispone a inaugurar desde el portal del Centro Cultural Ricardo Palma. Vinculada desde niña con la naturaleza, fue Rafael Larco quien la llevaba al Museo Larco. “Siempre me llamó la atención la textura de las rocas, su peso y rugosidad”, dice Sarria, admiradora del neoexpresionista alemán Anselm Kiefer.
“El coronavirus me agarró sin nada, no tenía ni un pincel, ni un chisguete. Me puso a prueba. Entonces recordé mis orígenes: el papel. Y me puse a hacer collage. Encontré cartón, goma y algunas revistas Somos. Y así, buscando color en sus páginas comencé a trabajar. Luego ya fui consiguiendo otros pocos materiales. Fue una verdadera prueba a mis deseos de crear. Ya pasé bastante tiempo enseñando arte, ahora que lo retomo en lo único que pienso es en pintar”, concluye la artista formada en los talleres de Cristina Gálvez, Teodoro Nuñez-Ureta y Juan Pastorelli, nada menos.
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