Los estudiosos no saben exactamente por qué Transilvania —esa depresión de los Montes Cárpatos pródiga en oro, vino y carbón—ha terminado por ofrendar al mundo algunas de sus mentes más brillantes: Emile Cioran, Eugen Ionescu, Mircea Eliade, Tristan Tzara y, más recientemente, Herta Müller. Es decir, un puñado de cimas culturales cuya influencia desbordó su Rumanía natal. Será en un pueblito de aquellas mismas estribaciones, Brashov, donde también verá la luz Mihaela Radulescu. Lo extraordinario del caso es que ella terminaría amando el Perú más que aquellos parajes donde deambulaba el tenebroso conde Drácula.
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Nacida un 26 de noviembre de 1950, sus padres Gheorges y Simona Radulescu la enviarán tempranamente a la capital, Bucarest, para que estudie. Aprovechada alumna del liceo Veintitrés de Agosto, ingresó inmediatamente a la Facultad de Filología Románica de la Universidad de Bucarest donde se licenció con una especialización en semiótica. Enamorada de nuestra lengua, se gradúa en 1973 con la tesis “La imagen del tiempo en los cuentos de Jorge Luis Borges”. Obtiene simultáneamente un diploma en pedagogía y se gana la vida como traductora, editora e intérprete antes de dirigir el Centro Internacional de la sección rumana de las Naciones Unidas (1980-1982).
Todas las lenguas
Mihaela aterriza en Lima en 1982 e ingresa como docente a los departamentos de Humanidades y Arte de la Universidad Católica. Cuatro años después obtendría una maestría en Literaturas Hispánicas en esa misma casa y un doctorado en Literatura Peruana y Latinoamericana en San Marcos, en cuyo departamento de arte también enseñaría desde 1994. De su genuina entrega a la docencia también sabrían las facultades de Lenguas Modernas de la Ricardo Palma (1985-1990) y la Escuela Diplomática del Perú (1986-1990). También fue directora de imagen del Instituto Leonardo da Vinci y, en 1999, fue nombrada directora del Museo de Arte de la universidad más antigua de América.
Políglota, poeta, melómana, erudita en historia del arte y curadora especializada en nuevos descubrimientos pictóricos, todos coinciden en señalar que Radulescu marcó un antes y un después en los estudios de semiótica. Lo singular es que, con el mismo rigor que impartía las enseñanzas de Saussure, Jakobson o Wittgenstein, la maestra rumana hablaba de los Sex Pistols, la contracultura, la posmodernidad, el cine de culto, las películas gore, la upirología y el vampirismo: no en vano había nacido casi en las puertas del Castillo de Bran, el escalofriante domicilio de Vlad el Empalador.
Así, podía estar en alguna feria de libro, el Centro Cultural de España o en la Bienal de La Habana hablando de los territorios de la ficción, la cerámica en barro, el cine de Jarmusch, la epistemología en las ciencias humanas o sustentando la obra política de José Martí. Hábil conferencista, conocía a profundidad la obra de Otto Dix, Jean Mammen, el dadaísmo y la nueva objetividad en la República de Weimar y muchas veces abordó el estrado del Centro Cultural Peruano Británico con asuntos especialmente audaces, como cuando extremó las posibilidades cognitivas del auditorio con un análisis sobre la similitud intelectual entre hombres y mujeres.
Semiótica de los sueños
Versátil, dueña de una gran sensibilidad y generosa motivadora de emprendimientos, Radulescu también comandó proyectos editoriales pioneros en lingüística y traducción. Desde 2005 la PUCP le había encargado la construcción de cursos y programas de educación virtual, pero siempre fue una notable organizadora de bienales, festivales y exposiciones de arte en el Perú y América Latina. Deja una contundente cantidad de ensayos en publicaciones especializadas, revistas y libros. Y en su faceta menos conocida, incursionó en el teatro itinerante interpretando “Kartoteka” de Tadeusz Różewicz en la sala Alcedo. Súmese también su enorme capacidad para recitar, cantar y actuar la poesía de Jacques Prévert.
En fin, su voracidad intelectual podía ser omniabarcante cuando se lo proponía. Coleccionista de novelas gráficas, autora de innumerables obras audiovisuales y conceptuales, experta en descifrar los sueños con semiótica y convencida de que la ilustración podía cambiar al mundo, su magnífica obra corporeiza en los centenares de traductores, historiadores, maestros, investigadores y artistas que formó durante cuatro décadas. Sus alumnos dicen que sus clases eran un respiro a la rigidez de las aulas: ella no educaba, compartía. Que eso era más importante que una nota aprobatoria. Y que ahora, sin ataduras ni dolores, el alivio que encontró es el consuelo que les permite solidificar su legado.
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