La vida de los santos empieza cuando mueren. Como la de aquella joven de 31 años que pide su extremaunción, solicita ser enterrada en el convento de Santo Domingo y confiesa que quiere morir como ‘hija legítima de mi gran patriarca Santo Domingo’. Pide que extiendan el escapulario dominico sobre su cama. Pide perdón por los agravios cometidos. Mira el cielo con un crucifijo entre las manos. El arzobispo, junto a otros dignatarios de la Real Audiencia, están de rodillas. Ahora pide que le quiten la almohada para apoyar su cabeza en el madero que sostiene el tálamo mortal, ese gesto divino asociado a la santa cruz. Entonces dice: “Jesús, Jesús sea conmigo”. Y mirando el infinito, expira.
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Era un 24 de agosto de 1617, día de San Bartolomé, cuando la santa patrona de los tuberculosos asciende a los cielos. Dicen que 36 horas después una fragancia de rosas, vela bendita de los agonizantes, salió del recinto e inundó la ciudad. Entonces también se supo que el intrépido pincel de Angelino Medoro (1567-1633), estratégicamente ubicado junto a la efigie mortuoria, había levantado el primer retrato de Rosa, un compuesto de finas líneas bajo la que inevitablemente se filtraba el rostro de un cadáver. Desprovisto del talento de sus colegas manieristas Bitti y De Alesio, el retrato de Medoro impondría la corona de rosas como sello distintivo para futuras reproducciones.
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Lo propio habría sido inmortalizarla como vivió. Con espinas en la cabeza, ajíes en los ojos y ajuares de silicio. Pero la Lima de entonces, bajo el gobierno del Marqués de Montesclaros, era el surtidor más grande de religiosidad en el Nuevo Mundo. Toribio de Mogrovejo, San Martín de Porres, Francisco Solano y Juan Masías, por ejemplo. Pero ninguno como la cuarta hija de un arcabucero nacido en Cáceres y una hilandera huanuqueña. Era la más sencilla de las terciarias dominicas. Y apenas había alcanzado reunirse con el Señor, las multitudes acudieron para quedarse con un pedazo de cielo. Y en semejante despelote terminaron por desmembrarle un dedo del pie en improbable homenaje a sus episodios de autoflagelación.
Cielo sobre pantano
Fue una humilde seglar, sin duda, pero sus retratistas se empeñaron en cubrirla de oropeles: túnica, escapulario, toca y velo blancos. Todo un símbolo de pureza virginal. Empezando por el pequeño retrato que Pedro Díaz compone en 1804, un halo gravita por su rostro sereno, velo blanco, trozos de rosario y corona de rosa —lo atesora el Museo San Francisco de Lima—. Pero lucirá mejor con el niño Jesús, a la manera de Santa Catalina de Siena. Así la exponen Claudio Coello (1684) y Esteban Murillo (1793) en óleo y aguafuerte con buril —está en los museos del Prado y Lázaro Galdiano de Madrid, respectivamente—. Temática que gobernaría a esos 17 grandes formatos, empezando por la del toscano Lázaro Baldi, que desfilaron en la basílica San Pedro cuando la limeña fue beatificada.
Precisamente a ese día corresponde el medallón oval orlado con listones y follaje que Marcelo Cabello grabó en 1818 y se conserva en la Biblioteca Nacional del Perú. Y con una fama tan omnisciente como sus milagros, no quedó pintor célebre sin replicarla: Zurbarán, Murillo, Giordano, Piola, Rico, De Herrera el Mozo, Antolinez, De Valdés, Antonio Palomino, Matheosy, Vergara, Meneses Osorio y siguen firmas. Allí está ella: tomando los hábitos, rechazando al diablo, jugando con las avecillas y escuchando a un Niño Jesús de yeso que en la mezquita de su casa le dice: “Rosa de mi corazón, yo te quiero por esposa”. Y ella le responde: “Aquí tienes, Señor, a tu humilde esclava”.
Ese incidente, que la Iglesia vino a llamar ‘los desposorios místicos’, fue replicado innumerables veces, empezando por el telar de Nielo. Y así, con reminiscencias a El Greco y Zurbarán, una monumental ornamentación hace que brille en las iglesias de Cayma, Santa Catalina y Santa Teresa de Arequipa. También en la de Caquiaviri, La Paz. Y otra vez en Lima: en los murales del templo Santo Domingo, en el templo de San Francisco y en los monasterios de Santa Rosa y Santa Catalina con el rostro púber encendido como una flor. La retratan de joven en el convento de Santa Clara del Cusco y camino a la tumba a través de catorce cuadros policromados en el de Ocopa, Huancayo.
Prefiero el paraíso
En fin, el impulso iconográfíco mayor de Santa Rosa ocurre a principios del siglo XIX: asociada a la de San Francisco Solano, su imagen es instrumentalizada para hacer florecer el huerto místico de las Indias. En México hay dos series conteniendo ciclos de su vida y un altar en la catedral. Más ciclos en los lienzos del Convento de Córdoba, Argentina, y en el monasterio de las dominicas de Santiago de Chile. La pintan profusamente en Colombia y nada mejor que la escuela cuzqueña para ver sus milagros enmarcados en pan de oro: con un ancla defiende a Lima de los piratas en la iglesia de Huaro, con una corona de ángeles resguarda a la Virgen y al Niño. Y, multiplicándose en pinceles anónimos, defiende la eucaristía, cuida los arcabuses de Carlos II frente a los turcos, se flagela con un crucifijo, se hiere con grilletes frente a un reloj de arena, se refleja en el perfil de una calavera.
Nace orlada de estrellas en un parto sin dolor, toma el hábito a los cinco años, hace caminar a los tullidos, hace ver a los ciegos, riega su huerto amado, se corta el pelo, hace los votos de castidad y termina por espantar a sus pretendientes. Urbi et orbi, su imagen corta el tiempo. Hasta Francisco Lazo, Daniel Hernández y Fernando Botero se entregan a su encanto. Pero con estética radical, el último Sérvulo Gutiérrez la despoja de toda belleza física y se adelanta a lo que sería la multiplicación del criollismo chicha en la serial de saritas colonias. Pero el dolor, insignia de los santos, nunca será atemperado. Ni el naturalismo sereno de colores armónicos, ni los interiores poblados de flores y avecillas. Impoluta, de extática pasión, dicen que cuando murió un gozo sublime iluminó su rostro. Tanto que hasta el filósofo más impío escribió: “Por el beso culpable de una santa aceptaría yo la peste como una bendición”.