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Una torta y trece gaseosas. Eso es lo que les quedaba como ración a los 22 hombres que quedaron atrapados en el submarino Pacocha el 26 de agosto de 1988. Era la tarde de un viernes, cuando todo el equipo estaba a punto de regresar al puerto del Callao tras una jornada de entrenamiento. Pero un pesquero japonés los impactó por la proa y los hundió a más de 40 metros de profundidad. Reinaban la incertidumbre y la oscuridad total.
► El Pacocha y su tripulación de acero
Alguien se las ingenió, sin embargo, para encender una débil luz de emergencia. La suficiente para verse los rostros e ir pensando qué hacer ante la crisis. Una primera medida: sellar las puertas con presión de aire, ante el riesgo de que ingresara el agua y se mezclara con el ácido de las baterías, provocando una mezcla fatal. La segunda decisión a tomar: cómo salir de allí. Al principio acordaron esperar la ayuda de buzos estadounidenses, que prometieron llegar con una cámara especial para ir retirándolos. Pero pronto les comunicaron –siempre mediante clave morse–, que el auxilio llegaría recién el lunes, casi tres días después.
Entonces supieron que era imposible esperar. Después de unas 18 horas de encierro, el primer voluntario para salir fue el teniente primero Franz Gómez. “Yo era el buzo más experimentado y me ofrecí para escapar, sin saber si llegaría bien. Pero la situación era simple: moríamos abajo o moríamos arriba”, cuenta hoy Gómez Collazos.
Todos sus compañeros le entregaron papeles con mensajes para sus familias, que él guardó en sus medias. Finalmente, se decidió que saldría acompañado de sus compañeros Luis Monzón y Alberto Reyes. “Fue muy difícil abrir la escotilla. Recién después de varias patadas, logramos que se abra unos pocos milímetros, y entró una luz tremenda. Una luz que para mí era Dios. Así te lo digo”, afirma Gómez sobre ese momento literalmente iluminador.
Cuando consiguieron salir a la superficie, decenas de miembros de la Marina estaban esperándolos para el rescate. Gómez se apresuró en botar todo el aire posible para evitar daños en su organismo. “Mientras nos llevaban en una lancha hasta el puerto, Reyes me pidió que sea su padrino de matrimonio, y yo acepté. A los 15 minutos se quedó dormido y no despertó más”, cuenta Gómez sobre su compañero, quien sufrió una embolia por el tiempo que pasó bajo el mar. Quedó en estado vegetativo y murió dos años después.
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EL RESPIRO NECESARIO
En tanto, los 19 hombres que seguían dentro del Pacocha también recibieron la luz que se filtró por la escotilla como una señal de esperanza: el halo les demostraba que no podían estar sumergidos a demasiada profundidad. Todos yacían recostados sobre el suelo del submarino, quietos para evitar agitarse y respirar solo el oxígeno necesario, que en ese momento ya era escaso.
Acordaron seguir saliendo en grupos de tres, cuatro o cinco personas. Otro de los sobrevivientes, José Contreras, cuenta que fueron diseñando el orden de escape con serenidad y sensatez: salían primero los que tenían mayores chances de vivir o los que tuvieran familia. Los solteros, por ejemplo, se fueron quedando al final. A él le tocó salir en el penúltimo grupo.
Apenas dejaban el submarino, se elevaban a la superficie con el puño en alto: mejor fracturarse un brazo que reventarse el cráneo con alguna roca o cualquier otro objeto que pudiera cruzárseles en los angustiantes 40 metros de camino hacia el aire libre.
Una vez afuera, los conducían de emergencia hasta el Hospital Naval para ingresarlos en cámaras hiperbáricas y reducir las probabilidades de secuelas. Aun así, todos los que se salvaron enfrentaron problemas de descompresión y hasta hoy conviven con enfermedades óseas. “Una de las secuelas más comunes es la osteonecrosis –afirma Contreras Espíritu–. Se va muriendo el tejido óseo y, si sigue avanzando, el hueso se te vuelve como de cristal”. A algunos incluso les pronosticaron menos de 10 años de vida. Pero la mayoría lleva ya más de 30 relatando su fuga heroica.
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A LA PANTALLA
Por lo narrado –y todos los demás detalles que no entran en una nota periodística–, parece lógico que la aventura del Pacocha tenga un alto potencial cinematográfico. Asunto del que se ha ocupado el cineasta Coco Castillo (“Peloteros”, “No es lo que parece”), quien tiene listo el guion de un largometraje de ficción sobre la gesta de los submarinistas peruanos.
El proyecto ha postulado a estímulos del Estado –sin suerte por ahora– y persiste en su búsqueda de financiamiento. En el interín, Castillo asegura que Netflix lo ha buscado con el interés de convertir la historia en una miniserie de seis capítulos. “Yo tengo un guion para aproximadamente 120 minutos. Ahora tengo que ampliarlo a 240, lo cual es una bendición porque hay muchísimo que contar”, señala el cineasta.
La ficción, que además cuenta con el respaldo de la Marina de Guerra del Perú, no sería una película de tono bélico, sino más bien una enfocada en la fuerza mental y moral de los supervivientes, en esa situación extrema del encierro sin certezas. Veremos si llega a concretarse.
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