Juan Francisco Champollion, niño de apenas nueve años, contemplaba deslumbrado unas estatuillas de piedra con raras inscripciones, que un viejo militar, a la sazón prefecto de Grenoble, le mostraba con inocultable satisfacción y orgullo. Eran sus más preciados trofeos recogidos en la expedición organizada a Egipto por Napoleón Bonaparte en 1798. Esa expedición había tenido notables repercusiones científicas. Con ella nació la egiptología, gracias a las colecciones formadas por los sabios que acompañaron al ejército francés en sus correrías por el país de los faraones. ¡Nunca podremos leer estos signos!, exclamó el prefecto. El pequeño Juan Francisco, con naturalidad y firme convicción, le respondió: ¡Yo lo intentaré!
Champollion había nacido el 23 de diciembre de 1790 en Figeac, un villorrio al sur de Francia. Muy pequeño ya lo tenemos en Grenoble interesándose en los secretos de los jeroglíficos. Más tarde el interés se convirtió en pasión, a la que dedicó todas las horas de su vida. Antes de cumplir los 15 años ya estaba familiarizado con muchas lenguas orientales. A los 16 inició la publicación de sus investigaciones sobre Egipto, al mismo tiempo que enseñaba en un instituto de Grenoble. Desde 1808 Champollion estudiaba la llamada piedra Rosetta, una lápida descubierta en 1799 por el teniente francés Bouchard cerca de la población Rosetta, en el delta occidental del Nilo. Estaba cubierta de inscripciones en griego clásico, demótico y jeroglífico. Se trataba de un decreto de Ptolomeo V (204 – 180a.C.) en torno a su ascensión al trono. El texto era el mismo y se desconocía la escritura jeroglífica.
La intuición verdaderamente extraordinaria de Champollion le había permitido desentrañar el sentido de otros jeroglíficos. Poco a poco, con certeza implacable, fue descubriendo el enigma. Finalmente consiguió las claves definitivas de la interpretación. Pletórico de alegría corrió a casa de su hermano con sus voluminosos apuntes y arrojándolos sobre una mesa gritó: ¡Ahí está! Era el 14 de septiembre de 1822, hace dos siglos exactamente. Luego de su gesto triunfal se desplomó víctima de una severa crisis nerviosa. Había trabajado sin descanso durante tres lustros. Antes de finalizar ese año Champollion leyó en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras su famosa Carta a M. Dacier donde esclarecía el misterio de los jeroglíficos fonéticos. Posteriores trabajos han permitido comprobar que los egipcios fueron los primeros en comprender el valor de los símbolos aislados para representar los sonidos individuales de la voz humana. En rigor, el alfabeto egipcio fue el padre de todos los otros adoptados posteriormente en el mundo académico occidental. Los fenicios, a quienes se atribuía este descubrimiento, solo fueron difusores de él.
Las sociedades científicas más importantes se disputaron la presencia de Champollion. Con la ayuda de su hermano, el sabio continuó sus trabajos hasta que en 1828 el Museo del Louvre lo envió a Egipto para que completara sus investigaciones. Era la realización de un viejo y muy querido anhelo. Superando algunas dificultades Champollion se adaptó estupendamente a las costumbres del milenario país. Su ropa y hábitos de vida eran los de un nativo. Eufórico, infatigable, viajaba constantemente por el río Nilo contemplando, admirando y estudiando todo lo que llamaba su atención. Frente a sus ojos tenía millares y millares de jeroglíficos a los que iba arrancando sus secretos. Desgraciadamente, el clima, el esfuerzo sin tregua quebrantaron seriamente su salud, sobre todo su sistema nervioso. Se vio entonces obligado a regresar a Francia y el frío europeo le provocó un dolorosísimo reumatismo. La Universidad de París decidió inaugurar la Cátedra de Egiptología donde sus trabajos, ya numerosos, constituían la última y más autorizada palabra sobre el particular.
Finalizaba el año 1831 y la salud de Champollion desmejoraba rápida y visiblemente. Los cuidados que recibía no pudieron impedir que sufriera un ataque de apoplejía que le dejó como secuela una parálisis parcial. Fue entonces cuando Champollion dio claro ejemplo de cómo la fuerza del espíritu podía sobreponerse a los dolores y dificultades. Inició una desesperada lucha en contra del tiempo que él sabía era, en realidad, contra la muerte. En un último esfuerzo pudo dar los toques finales a su Gramática y Diccionario egipcios, que a la postre sería su obra fundamental. Con ojos llenos de nostalgia ordenaba las láminas donde había copiado múltiples textos jeroglíficos. Tenía solo 41 años de edad cuando falleció el 4 de marzo de 1832.
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