Una especie bípeda e implume ha pretendido trasladar a otras criaturas –tantas veces maltratadas e incluso exterminadas por cuenta del hombre–, una serie de características antropomórficas. Basta recordar algunos dibujos o grabados tan en boga entre la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El Romanticismo, desde su propio horizonte, produjo un aluvión de imágenes en las cuales inocentes animales aparecían en actitudes o actividades propias del quehacer humano y no de las sufridas víctimas a merced de la plaga dominante. La otra vía cultivada con harta fruición fueron los llamados bestiarios que, desde tiempos remotos, constituyeron verdaderos catálogos gráficos de seres extraños, a medio camino entre la fantasía sin cuento y un dudoso objetivo documental.
Luis Freire Sarria (Lima, 1945), reconocido narrador, ha decidido enlistarse en el segundo de los rubros mencionados. Y lo hace con toda la artillería de su imaginación, una marca ya manifiesta con holgura en novelas del calibre de “César Vallejo se aburrió de seguir muerto en París” o “El caballero de los delirios”. La identidad literaria de Freire es indiscutible y flagrante: la parodia, el humor, el sarcasmo y la vuelta de tuerca acerca de las convenciones. Ellos se hallan presentes con generosidad en las micro-ficciones de “Las bestias ridículas”, viaje carnavalesco a lo largo de una zoología plagada de guiños al lector y de tomaduras de pelo bastante serias. El efecto que las piezas ocasionan –ilustradas por Daniel Maguiña– brota de un lenguaje que sabe combinar lo engañosamente sentencioso y la corrosión frente a la ló- gica domesticadora –instrumentos que también colocan en el patíbulo al llamado “criterio de autoridad especializada”, al que Freire castiga con sutileza–. El libro se divide en dos partes: la primera reúne cuarenta y seis semblanzas de memorables engendros, diseñados con la misma carga de extravagancia. “Abeja pop corn” o “Pericodáctilo” son textos que aprovechan hasta la mé- dula los rasgos particulares, es decir, la morfología del espécimen, para derivarlos a una solución insólita, descabellada, con respecto a las expectativas de las buenas conciencias. O “Adoramus te”, variedad de loro que, de acuerdo con las necesidades del poseedor, repite letanías dirigidas a la divinidad o a los políticos. Hay pizcas de atípica ciencia ficción en “Perro hamburguesa”, una febril mutación urbana producto de la ingesta de comida chatarra.
La filiación carroliana se aprecia en “Paloma ilusionista” y “Gato Jazmín”, veladas citas a la inmortal Alicia y sus peripecias en el mundo del “sin sentido”. Por otro lado, es factible rastrear cierta afinidad con los juegos cortazarianos –cronopios y famas–; ejemplo de estas deudas es “Cocodrilo Lacoste”, logotipo de una famosa línea de ropa deportiva que termina por atacar al usuario. Y algo de erotismo desenfadado y provocador reclama su espacio con “Penes voladores”, esquivos ejemplares que cuelgan de los árboles y siguen un caprichoso método reproductivo para escándalo de conservadores y beatas.
En el segundo bloque, “Memorias de un estómago global”, Freire inserta catorce narraciones breves con las que da rienda suelta a su gusto por lo hiperbólico alrededor de dos temas: la comida y la fisiología que la procesa. Aquí campean patricios romanos, reyes de la glotonería y del diálogo a través de los sonidos intestinales; príncipes chinos adictos al té que exudan el olor de tal infusión; pavos rellenos que vagan por las Lomas de Lachay y eficaces empleados de una cadena de restaurantes que inventan fórmulas para acelerar la eliminación de residuos fecales y mejorar la productividad laboral. Culminado el volumen, sabemos que en verdad Freire dirige sus proyectiles al primate más necio de todos los que medran sobre la superficie de este planeta.