"Cinco esquinas" de Mario Vargas Llosa: aquí nuestra crítica
"Cinco esquinas" de Mario Vargas Llosa: aquí nuestra crítica

En “La tía Julia y el escribidor” (novela de de 1977), Pedro Camacho, una máquina de fabricar radioteatros, cuenta con un plano de Lima que le permite situar socioeconómicamente a los personajes que encarnarán sus aparatosas creaciones. Pero esa geografía de los años 50 ha variado hasta el punto de que el cuadro del torrencial Camacho debe leerse hoy como simple arqueología.

En su última novela, “Cinco esquinas”, Vargas Llosa evoca en sordina las obsesiones de Camacho, a quien el joven aspirante a fabulador – álter ego del Nobel en aquella memorable trama– respeta con asombro. Ahora elige un añejo barrio capitalino que gozó de mejores épocas, hasta que el lento declive del Centro Histórico pasó una factura de peligro y hacinamiento. Ese rincón funciona como intersección vitalista y alegórica para las circunstancias de un grupo de seres de distintos estratos durante los vergonzosos años del fujimorato. La ambigua nota de aclaración colocada al inicio refrenda la idea de que se trata de un verdadero ajuste de cuentas con la tiranía –y con la alta burguesía limeña, de hinojos ante cualquier autócrata–.

Esas intenciones hacen factible la generación de un suspenso que persuade y resulta operativo a efectos del thriller policial, cuyas fórmulas son recurrentes en la producción vargallosiana. Nuevamente agentes de contrastados orígenes confluyen en torno de ejes llamativos: el chantaje a un hombre poderoso o los diarios amarillos al servicio de la dictadura. Pero lo relevante del libro es la exploración, entre perversa y hedonista, de una suerte de moral erótica que se transformará a medida que avanzan las peripecias de los involucrados.

En ese sentido, el planteamiento de la húmeda relación lésbica entre las frívolas Marisa y Chabela, esposas del empresario y su abogado, respectivamente, es lo mejor redondeado del diseño. “Cinco esquinas” deviene superior a “El héroe discreto”, que mostraba severos desajustes en el habla de los protagonistas y sus caracteres, un tanto anacrónicos –en especial de los jóvenes y del sector emergente–. Vargas Llosa parece haber acusado sana recepción de las críticas. No obstante, cuando la voz narrativa omnisciente traduce las posturas del propio autor en torno del rol cívico del periodismo, la historia, hasta ese momento cautivadora, decae en su voltaje. No es ya el ente imaginario o discursivo quien enuncia, sino el ciudadano o activista de firmes convicciones. Algunas líneas que se anunciaban medulares nunca se desarrollan a plenitud –por ejemplo, la abuela china del magnate, hija de un pobre pulpero inmigrante–. Bien sabemos, como decía Cortázar recurriendo al box, que las novelas suelen ganar por puntos, no por nocaut.

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